Saber leer y entender
Sorprende la incapacidad mostrada por algunos analistas para leer y entender correctamente los términos políticos del proyecto presentado por el lehendakari. La indignación que suscita su pobreza moral al plantear un libre debate cuando no se dan las condiciones mismas para la libertad no debería ofuscarnos hasta el punto de malentender lo que se propone y las consecuencias de lo que se nos ofrece. Y ciertamente han entendido mal los que afirman que Ibarretxe ha propuesto un Estado Libre Asociado y que, por ello, su modelo es el de Puerto Rico.
En ningún lugar de su discurso mencionó el lehendakari el término 'Estado' como sujeto de su oferta de libre asociación a España. Lo que realmente propuso fue un acuerdo de asociación libre entre la nación vasca y el Estado español, acuerdo en el que éste reconoce a aquélla un estatus de nación libre, con una capacidad casi ilimitada de autogobierno (se conservan en común la moneda, la defensa exterior y poco más), y con una cláusula adicional de libre disolución al arbitrio de la parte vasca a través de la autodeterminación (la soberanía de la nación).
Si Ibarretxe tiene un modelo para su plan de libre asociación, éste es el que ofrecía Quebec a Canadá, no Puerto Rico
Pues bien, este modelo es exactamente el del pacto de asociación que ofrecía Quebec a Canadá como alternativa a la secesión en el referéndum de 1.995. Vamos, que si Ibarretxe tiene un modelo, ése es el quebequés, no el puertorriqueño.
Esta aclaración no obedece a un mero prurito académico, sino al hecho de que la correcta comprensión del modelo y de sus pasos está preñada de consecuencias prácticas que, de nuevo, sorprende no se hayan visto. En concreto, la de que el modelo de oferta de asociación como nación libre al Estado que propone Ibarretxe lleva indefectiblemente a un proceso cuyo acto final es un referéndum sobre la independencia, no sobre la asociación como a primera vista parece. ¿Por qué? Pues por lo mismo que lo llevó en Quebec, como se comprueba si se reflexiona un poco sobre los pasos procedimentales de este pacto que se propondrá dentro de un año al Estado.
En efecto, supongamos que la primera parte del proceso, la aprobación por el Parlamento y sociedad vascas de la oferta de asociación y sus términos exactos se ha efectuado ya y que tal oferta se ha enviado, como propone el plan, al Congreso de los Diputados para ser aprobada. ¿Qué sucede si, como es seguro que sucederá, es rechazada allí? Que se propondrá a pesar de todo a la aprobación del pueblo vasco en referéndum, dice Ibarretxe. Pero, atención, ¿qué se propondría en este caso? ¿Cómo iba a proponerse la aprobación de una oferta de asociación cuando por definición la otra parte de esa asociación ha dicho ya que no la acepta? ¿Es que cabe imponer una asociación? Seamos serios, lo único que cabría proponer en referéndum al electorado en ese momento sería exactamente la alternativa que se propuso en Quebec: '¿Está usted de acuerdo en que Quebec [Euskadi] se convierta en un país soberano en caso de que el Gobierno Federal [España] rechace la oferta de libre asociación de la nación vasca que se ha formulado?'. La votación no sería sobre la asociación sino sobre la independencia, como lo fue en la realidad histórica en Quebec.
El proyecto de Ibarretxe lleva de seguro, por tanto, y de no ser aceptada su oferta por Madrid, al planteamiento de la secesión o independencia como objeto de la decisión final referendataria del electorado vasco. Eso es lo que finalmente votaremos usted y yo, amigo lector, no otra cosa.
La siguiente cuestión, una vez entendido correctamente el proyecto, es la de si cabe alguna solución política para evitar ese triste final, el de que los vascos acabemos contándonos uno a uno, a un lado y otro de la raya. Y aquí es necesario partir de una evidencia empírica que se impone, como decía Herrero de Miñón, por la fuerza normativa de los hechos: una vez puesta sobre la mesa una propuesta para someter el futuro a la regla decisional de la mayoría, una vez abierto el melón del referéndum, no hay forma legítima de cerrarlo. Quien crea que puede impedir la votación por la mera fuerza de la ley vigente ignora gravemente el paradigma democratista que impregna la sociedad actual. Una ley que impidiera votar quedaría fatalmente deslegitimada ante la sociedad. Todos los argumentos que podamos dar, y son muchos, para explicar por qué el planteamiento autodeterminista no es correcto ni legítimo se estrellarán contra una convicción social no por difusa menos fuerte: en el mundo que vivimos, al final, se decide votando, y quien lo impide pierde la razón.
La única salida capaz de evitar la votación pasa entonces por el acuerdo político con sus promotores a fin de que la desconvoquen. Hay términos razonables posibles para ese acuerdo; la cuestión es si queda ya espacio político que lo permita. Términos razonables serían los fundados en dos promesas mutuas: el nacionalismo acepta aplazar cualquier cambio substancial del marco político hasta que la violencia desaparezca y la sociedad vasca se normalice, por un lado. Las instituciones y los partidos españoles se comprometen formalmente desde ahora, por su parte, a que llegado ese momento se efectúe un debate sobre el encaje político del País vasco que no excluya a priori la reforma constitucional si es necesaria, y que incluya la consulta popular como regla de legitimación. Términos de un acuerdo provisional, razonable y efectivo para los que, desgraciadamente, no parece que exista ya oportunidad ni espacio. La propia dinámica del proceso iniciado exacerba la contradicción e impide el acuerdo. Así que, probablemente, acabaremos contándonos, como borregos incapaces de encontrar un método más humano para definirnos en nuestra complejidad.
José María Ruiz Soroa es abogado.
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