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Las lecciones de historia de Bush

'Madre mía', dijo una anciana en la plaza del mercado de Cambridge después de oír la alocución del presidente Bush ante la Asamblea General de Naciones Unidas el pasado 12 de septiembre. 'No sabía que la Organización de Naciones Unidas era para eso. Yo pensé que su tarea era ayudar a los pobres de África, dar ayuda y esas cosas'.

Y ahí teníamos a Bush, ofreciéndonos una lección de historia y diciéndonos que el verdadero propósito de la organización mundial era disuadir y destruir a repugnantes dictadores. De hecho, comenzó su discurso con las siguientes palabras: 'Naciones Unidas nació con la esperanza que sobrevivió a una guerra mundial: la esperanza de que el mundo avanzase hacia la justicia, escapase de los antiguos patrones de conflicto y miedo. Los miembros fundadores decidieron que la paz del mundo nunca debe ser destruida de nuevo por la voluntad y la maldad de ningún hombre. Creamos el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para que, a diferencia de lo que sucedía con la Liga de Naciones, nuestras deliberaciones fuesen algo más que mera cháchara, nuestras resoluciones fuesen más que deseos'.

Después, tras detallar las crueldades y evasivas de Sadam Husein, el presidente Bush lanzó un reto a la organización mundial: 'La conducta del régimen iraquí es una amenaza contra la autoridad de Naciones Unidas y una amenaza para la paz. Irak ha respondido a una década de exigencias de Naciones Unidas con una década de provocaciones. Todo el mundo se enfrenta ahora a una prueba, y Naciones Unidas a un momento difícil y decisivo. ¿Se cumplirán y aplicarán las resoluciones del Consejo de Seguridad, o serán dejadas a un lado sin consecuencias? ¿Servirá Naciones Unidas al propósito de sus fundadores, o será irrelevante?'.

Dadas todas las demás funciones que asociamos con Naciones Unidas -regular el comercio, supervisar la ayuda al desarrollo, negociar acuerdos medioambientales, controlar la situación de los derechos humanos-, parece atrevido afirmar que el principal objetivo al establecer este organismo mundial en su momento fuera el de disuadir y derrotar a los malos. Y, sin embargo, le aseguré a la anciana de Cambridge, es cierto. George Bush, o sus asesores y redactores de discursos, se saben la historia quizá mejor que la mayoría de nosotros.

Por casualidad, estuve una semana antes en un college de Cambridge leyendo las deliberaciones de los anglo-estadounidenses que planearon y prepararon los primeros borradores de la Carta de Naciones Unidas, sobre la que se votaría sólo cuando se ganase la II Guerra Mundial, si es que se ganaba. En estos documentos hay una profunda preocupación por la seguridad, lo cual no es de extrañar, considerando el mundo en el que habitaban los planificadores. La lucha contra Alemania y Japón se estaba intensificando, y ambas potencias del eje eran duros rivales. Sobre Londres seguían lloviendo los cohetes alemanes V-1 y V-2, y no sólo sobre los británicos, sino sobre los múltiples Gobiernos en el exilio de países que habían caído anteriormente ante la agresión fascista: Polonia, Noruega, Dinamarca, Francia, Grecia. ¿Era sorprendente que, aparte de ganar la guerra en sí, el impedir que los agresores tuvieran éxito en el futuro estuviese en el primer plano de la mente de todos?

Cuando redactaron la Carta, las autoridades británicas y estadounidenses (y posteriormente francesas y soviéticas) miraron unos 15 años hacia atrás y unos 15 años hacia delante. Contemplaron con vergüenza e ira los fracasos de la Liga de Naciones durante los años treinta a la hora de impedir que los Estados irresponsables intimidasen y conquistasen a sus vecinos. La maquinaria de la Liga carecía de dientes, y demasiadas grandes potencias no estaban presentes en ella. La nueva organización tendría a las grandes naciones victoriosas (Gran Bretaña, China, Francia, Estados Unidos y la URSS) dentro del sistema; les concedería privilegios especiales (veto, categoría permanente), y daría al Consejo de Seguridad competencias extraordinarias, mayores que las concedidas a cualquier organización en toda la historia del mundo. Y todo esto se haría porque la mayor lección era que las pequeñas potencias como Polonia, Bélgica y Filipinas habían sido esencialmente 'consumidoras' de seguridad, mientras que las grandes naciones amantes de la paz eran 'suministradoras' de seguridad, o se habían visto obligadas a convertirse en eso. Ante cualquier amenaza futura contra la paz y la seguridad, los grandes podrían actuar con rapidez, siempre y cuando, por supuesto, todos estuviesen de acuerdo en una línea de conducta.

Es más, los padres fundadores de Naciones Unidas realmente creían que las futuras amenazas contra la seguridad serían como las del pasado. Hacia 1960, aproximadamente, pensaban, Berlín y Tokio podrían hacer que el barco zozobrase de nuevo, como Alemania había hecho tan sólo 15 años después del Tratado de Versalles. Y podría haber otros villanos peligrosos por ahí, quizá en posesión de las horribles armas -gas venenoso, armas atómicas- que la II Guerra Mundial estaba produciendo.

Es cierto que sus recelos sobre Alemania y Japón resultaron completamente equivocados. También lo es que la llegada de la guerra fría impidió una firme colaboración de los cinco miembros permanentes, una cooperación que estaba en el centro del sistema de seguridad internacional planeado. Y, por último, es cierto que las amenazas a los países miembros de Naciones Unidas procedían fundamentalmente de guerras civiles y luchas internas, y no de agresiones entre Estados al estilo, por ejemplo, de Mussolini.

Pero nada de eso resta valor al comentario del presidente Bush de que 'el propósito de sus fundadores' era crear un sistema de seguridad internacional poderoso y eficaz, con un núcleo de cinco miembros permanentes, que se enfrentase a cualquier Estado que transgrediese los objetivos de la Carta de Naciones Unidas. Y, de hecho, las fases por las que la organización mundial ha pasado a la hora de abordar el problema iraquí siguen de cerca las esbozadas en los capítulos VI y VII de ese documento. Sadam Husein ha incumplido una y otra vez las resoluciones del Consejo de Seguridad. En circunstancias como ésta, se exige a Naciones Unidas que, primero, pruebe a establecer negociaciones pacíficas con el país en cuestión; si las negociaciones no llegan a ninguna parte, el Consejo puede pasar a las sanciones económicas; si las sanciones no funcionan, puede recurrir a medidas aún más duras, incluida la acción militar.

Puede que Sadam Husein no haya leído la Carta recientemente, pero sospecho que el equipo de Colin Powell se la ha aprendido de memoria. De ahí la importancia, vital, de que el presidente se presentase ante Naciones Unidas el pasado 12 de septiembre para asegurar a su público que se guiaría por el Consejo de Seguridad.

Nada de lo aquí dicho hace referencia a la cuestión de si las acciones militares planeadas serían las más adecuadas, o si las repercusiones negativas en todo Oriente Próximo pueden superar enormemente a la satisfacción de derrocar a Sadam Husein, o la posibilidad de que el último acto maligno del dictador pudiera ser el lanzar armas terroríficas contra Israel. Ésas son consideraciones desalentadoras hasta para los líderes más decididos. Pero el que Estados Unidos y Gran Bretaña presenten ante el Consejo de Seguridad una nueva resolución, más dura, con una fecha límite de cumplimiento y a renglón seguido, con la aprobación de éste, lleven adelante en Irak una estrategia en dos fases -inspecciones exhaustivas, con la perspectiva de entablar acciones militares si dichas inspecciones resultan insatisfactorias- está completamente de acuerdo con el documento que tantos liberales respetan como base de nuestro actual sistema internacional. Por ley, dondequiera y cuandoquiera que el Consejo de Seguridad decida actuar contra una amenaza a la seguridad, todos los países miembros están obligados a prestar ayuda, porque a ello se han comprometido al entrar en el organismo de Naciones Unidas.

Por consiguiente, a mí me parece que el discurso del presidente George Bush ante Naciones Unidas fue un golpe bastante hábil. Ya fuesen las críticas de altos cargos republicanos, o los apasionados argumentos del primer ministro británico, Tony Blair, o los sutiles memorandos del Departamento de Estado, se apartó de una política de actuación en solitario que habría sido desastrosa. Bush llegó a la Casa Blanca sin mucha estima aparente por Naciones Unidas. Ahora sabe que, con la aprobación del Consejo de Seguridad, su posición es mucho más firme.

Sin embargo, hay otra lección de historia que el presidente Bush debe tener en cuenta. Las increíbles competencias en reserva que el Consejo de Seguridad tiene en materias de guerra y paz, y los privilegios especiales otorgados a los cinco miembros permanentes, no se pueden separar del tercer elemento: obtener una mayoría para la acción entre los 15 miembros actuales del Consejo de Seguridad, y el requisito absoluto de que la resolución no sea vetada por un miembro permanente.

Indudablemente, ahora se está reuniendo una mayoría, mediante todo tipo de presiones sobre los 10 miembros rotatorios del Consejo. Así, el requisito clave es evitar el veto; si se emite uno, el Gobierno de Bush se enfrentará a la mayor crisis que ha tenido que afrontar. O bien se retracta en vista de su humillación, o bien hace caso omiso del veto y revienta el sistema internacional.

El veto no va a proceder de Londres (¡el Señor nos asista!), ni de París. Pero la Casa Blanca tendrá que prestar especial atención a las insinuaciones y sugerencias procedentes de Moscú y Pekín durante las próximas semanas y meses. Es probable que Rusia y China exijan ciertas concesiones a cambio, y casi impensable que el Gobierno estadounidense no esté dispuesto a pagar, quizá mediante un cheque aplazado, o idealmente de forma indirecta y clandestina. Evitar un veto vale muchísimo.

Todo esto da a entender que, además de estudiar a los padres fundadores de Naciones Unidas, al presidente quizá le resulte útil leer El príncipe, de Maquiavelo, o las Memorias y reflexiones, de Bismarck, en los próximos días. Aún quedan por ahí muchas lecciones sobre el arte de gobernar y sobre la diplomacia que estudiar.

Paul Kennedy es catedrático de Historia en la Universidad de Yale y autor o editor de al menos 15 libros, incluido Auge y caída de las grandes potencias.

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