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Columna
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¿Puede oírme, Mayor Tom?

Yo, cabo primero Txomin, astronauta profesional, llegué de un viaje interestelar sin tener en cuenta que, aunque mi cuerpo permanecía joven, en la Tierra habían pasado unos cuantos años, por aquello de la distorsión espacio-temporal, o como cuernos se denomine este maravilloso efecto que te hace la puñeta cuando vuelves por fin de otro planeta. Lo primero que me llamó la atención fue que la Tierra, vista desde el espacio, parecía estar dividida como un tablero de ajedrez. Desde las estrellas, se podía echar una partidita. '¿Qué es eso, Mayor Tom?', pregunté. E insistí: '¿Puede oírme, Mayor Tom? ¿Puede oírme, Mayor Tom?'. Desgraciadamente, el Mayor Tom había muerto hace años de una indigestión de macarrones con tomate transgénicos, así que comuniqué con su sucesor, el Mayor Tim, que me explicó que ahora la Tierra estaba dividida así, exactamente como un tablero de ajedrez, para esparcimiento de los poderosos. '¿Juegan al ajedrez?', pregunté. 'Claro. Utilizan los satélites', me contestó el Mayor Tim, 'y tienen muy mal perder'.

Podía observar la Tierra cada vez más cercana, mientras el Mayor seguía contándome. Efectivamente, la organización territorial y política del mundo había cambiado, y la vieja Europa era ahora una Federación de Estados Interdependientes Libres y Democráticos, organizados y agrupados de una forma variable según su poder económico y su capacidad de destrucción. ¿Independientes? Hasta cierto punto. Había países del tamaño de un botón que se necesitaban unos a otros. ¿Y Euskadi? Claro, Euskadi ya construía su primera bomba atómica en colaboración con otros pequeños estados. El respeto que suscitase en la comunidad internacional dependía de ello.

Pero, ¿ya no existe España?, le pregunté al Mayor. Hombre, existir, existir, a veces existe y a veces no, me contestó, de una forma un tanto críptica. Bien, no es necesario que me lo explique, le aseguré. Lo que quiero saber es si voy a poder sobrevivir en este mundo futuro con mi sueldo de antes, si me darán un plus para irme una semanita a tomar el sol a la playa, cosas así. El Mayor guardó silencio. Fue un silencio que me heló la sangre.

De improviso, perdí la conexión con aquella voz, y lo cierto es que casi era preferible que hubiese ocurrido así, porque, ¿qué más teníamos que decirnos? La Tierra parecía al alcance de la mano, y escudriñé mi propia cara reflejada sobre ella en el ojo de buey. Acaso era el rostro de un náufrago desesperado que vagara durante mucho tiempo por los mares y que, para no enloquecer, contase miles de veces las fibras leñosas de su balsa, y que después, al volver a la tierra, se encontrase con algo totalmente diferente a lo que había dejado. ¿Le importaba yo a alguien?

Se me ocurrió conectar la radio. Por lo menos, si la forma de dar las informaciones no había cambiado mucho, de algo me podía enterar. Di con una emisora. El locutor decía: 'Victoria de Arzalluz IV. Emitiremos la voz del gran gravístico a las doce horas. La cuarta clonación de Arzalluz repitió triunfo en las elecciones, por cuarta vez consecutiva. De este político de cuarta generación se espera la consecución definitiva de la obliteración nacional, en el marco de unas relaciones expansivas de carácter mimórfico. Entre otras cosas, en el programa del político se hallan contempladas la desgravación fiscal de la eutanasia, la legalización de la heroína y la redistribución de las estaciones, que, a partir de ahora, en lugar de cuatro, serán seis. Viva Arzalluz IV'.

Aunque tampoco se me antojó un mal programa, se me erizó ligeramente la piel. Porque yo había visto brillar los rayos del sol más allá del árbol de Gernika. Yo me había comido un chuletón cerca de Somorrostro. Yo había probado las alubias de Tolosa con sacramentos. Sí, había hecho cosas que nadie creería. Pero, ahora, todos esos momentos se perderían como lágrimas en la lluvia, porque se acercaba el momento de aterrizar. Así que comencé a practicar: '¡Viva Arzalluz IV!'.

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