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El presidente Aznar y el artículo 155 de la Constitución

Dos temas, aparentemente muy distintos, han entrado estos días en el mismo candelero. Uno es la especulación sobre el posible cambio de marcha del presidente del Gobierno, José María Aznar, que parece estar pasando de su rotunda negativa a presentarse por tercera vez como candidato a la presidencia en un nuevo intento electoral. Esto es, por lo menos, lo que se dice, con bastante veracidad. El otro, el artículo 155 de la Constitución, ha comparecido furtivamente ante una opinión pública que no le prestaba hasta ahora demasiado interés. Es un texto que se introdujo cuando todo estaba en pañales en un país que entraba en un cambio fundamental y lo entendíamos -con escaso entusiasmo, todo hay que decirlo- como un factor de equilibrio en el trasvase del penoso centralismo de la época de Franco a las nuevas puertas abiertas hacia la descentralización.

Dicho artículo es algo así como el conocido desplante del gordo que le dice al flaco aquello de 'Usted no sabe con quién está hablando'. El gordo es en este caso el Gobierno y el flaco la comunidad autónoma, puesto que el primero, previo requerimiento al presidente de tal o cual comunidad y, en caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado puede adoptar medidas muy serias contra ella si considera que no cumple las obligaciones que la Constitución u otras leyes le imponen. Además, para ejecutar esas medidas, el Gobierno puede dar instrucciones a todas las autoridades de las demás comunidades autónomas. O sea, que se necesita un poder con mano dura.

Durante años, casi nadie ha preguntado por el artículo 155 de la Constitución. Es cierto que durante el Gobierno de la UCD, primero, del Partido Socialista, después, saltaron algunos conflictos que se acercaban a la filosofía del artículo en cuestión, pero que yo recuerde nadie o casi nadie sugirió que se pusiese en marcha. Simplemente, estábamos creando un nuevo e insólito sistema en la historia española y sabíamos que ello no se arreglaría en cuatro días ni en rupturas como las que vigila ostentosamente dicho artículo.

Con la entrada en el poder de una nueva generación de dirigentes de la derecha española encabezados por José María Aznar, el asunto empezó a cambiar, lentamente primero y aparatosamente después, hasta convertirse en una querella abierta y una penosa guerra de insultos mutuos y de confrontaciones que poco a poco se transformó en una auténtica batalla política que se sabe de donde ha salido, pero no adónde quiere y puede llegar. El asunto es suficientemente conocido como para relatarlo aquí, pero es evidente que se está entrando en una nueva fase política en la que el artículo 155 puede pasar del ostracismo a la máxima e incomodísima presencia.

Ahí tenemos, por ejemplo, el grito de guerra lanzado por el Partido Popular con la Ley de Partidos Políticos, aprobada con entusiasmo por unos, con resignación por otros y con cabreo los restantes. Ahí tenemos, también, el florido pensil de algunos altos ejecutivos del Tribunal Supremo y la ruptura de frenos del fiscal don Jesús Cardenal, que a punto estuvo de estrellarse con su grito de '¡A por el artículo 155!'.

Con estos antecedentes en la mano, la conclusión es evidente: si el Partido Popular quiere continuar por la vía que ha seguido hasta ahora en su violenta confrontación con el Partido Nacionalista Vasco y demás adversarios deberá no ya mantener el mismo nivel de tensión de los últimos meses, sino otro nivel mucho más fuerte y contundente. Para ello necesita una autoridad muy dura, a sabiendas de que la autoridad más dura al respecto es la que surge de la Presidencia del Gobierno. No sé cuál es el nivel de confrontación interna del PP a estas alturas, pero visto desde fuera resulta extraño que, precisamente en un momento tan decisivo como el que se augura en los próximos meses, vaya a prescindir de José María Aznar, un dirigente curtido, duro y violento en el discurso y en la acción, aunque se ponga a gobernar desde fuera. Por consiguiente, no es de creer que en un partido como el del PP, con una estructura tan piramidal y un caudillo tan asentado en lo alto de la pirámide vayan a cambiar sobre la marcha los liderazgos y los equipos de gobierno interno y que el propio caudillo ceda el poder interno en estas circunstancias.

El asunto es serio. Primero, porque la situación en Euskadi puede convertirse en un tremendo estallido si el PNV no consigue estabilizar su zona con dos pies en el suelo y no, como ahora, con un pie en un lado y otro en el aire. Segundo, porque el Partido Socialista de Euskadi tiene que llevar adelante la dificilísima tarea de no despegarse de un electorado ampliamente enfrentado con el nacionalismo vasco y, a la vez, de tender puentes a este mismo nacionalismo. Tercero, porque el PP ya lo ha dicho todo sobre sí mismo y sobre sus enemigos y, aunque no le guste o no le interese, no tiene más posibilidades nuevas que aguantar su único líder, airear el artículo 155 de la Constitución y lanzarse a un terreno lleno de pozos cada vez más estrechos. Cuarto, porque la izquierda, abertzale o no, tendrá que decidir si es capaz de presentar un proyecto serio y posible o si se mete por siempre jamás en el tobogán de los discursos inflamados y repetitivos. Quinto, porque todo esto puede estallar y en una sociedad aprisionada por el terrorismo costará mucho rehacer un país tan esplendoroso como Euskadi. Sexto, porque lo mejor sería que el artículo 155 regresase a su vieja y silenciosa guarida y nos olvidásemos de él.

Jordi Solé Tura es senador socialista de la Entesa Catalana de Progrés.

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