De las lealtades y sus excesos trágicos
Todo parece haberse puesto en movimiento en este principio del milenio, y siempre en la deriva hacia el miedo. Hace 15 años, las democracias surgían en el mundo con tanto ímpeto como la voluntad de los Estados y sus dirigentes de coordinar sus posiciones y actuaciones para mayor seguridad y bienestar de sus ciudadanos. El optimismo era rampante, y hasta en los rincones más pobres del planeta se especulaba con la mejoría de las existencias, como si de un determinismo histótico se tratase. En el año 2002 el mundo es otro. Parece que los peores presagios de las cocinas anunciadoras de catástrofes se tornan ciertos, las democracias se quiebran, las medidas de excepción que suspenden derechos ciudadanos se multiplican, los conflictos armados se multiplican y las amenazas proliferan. La convivencia política en el mundo, en los diversos continentes e incluso en pequeños y medianos países como el nuestro, no es que parezcan ya regirse por profecías de Nostradamus, parecen manías de Nosferatu.
Una superpotencia, la única del mundo, infinitamente más poderosa que todo el resto de los grandes países juntos, va a lograr lanzar a todo el mundo desarrollado a una guerra que ganará frente al enemigo designado, Sadam Husein, pero que todos saben puede hacer estallar a más de un tercio de la superficie mundial y afectar, dramáticamente, a las otras dos terceras partes. Todos saben que las destrucciones tienen gran probabilidad de ser encadenadas una a la otra, la de Irak a la de Arabia Saudí, la de Kuwait a la de Jordania y todas ellas a la de un Estado de Israel que antes habrá utilizado sus armas nucleares para hacer de todo Oriente Próximo y Medio un inmenso infierno en el que ninguna reacción será ya previsible y ninguna consecuencia calculable, la desesperación y la humillación habrán llevado el odio hasta el éxtasis. Toda Eurasia puede convertirse en zona de inestabilidad permanente.
Todos saben cuáles pueden ser estas consecuencias de una acción que obedece, paradójicamente, a pocas voluntades, pero son muy escasos los estadistas, fuera de Washington, que creen tener algo que decir en un escenario internacional tan escorado en el que personajes como Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz o Condoleezza Rice son ya dei ex machina que condenan y sentencian y tachan de traición cualquier salvedad o reserva que se ose hacer a sus planes tanto en EE UU como en el exterior.
Irak tiene un régimen delincuente que merece desaparecer. Pero resulta a medio plazo insufrible y contraproducente que los 'Ukaz' de Washington en esta campaña se vayan convirtiendo en hechos consumados sin que los aliados puedan hacer alusiones sin ser objeto de admonición, amenaza o chantaje, como ha sucedido cuando el Gobierno alemán ha mostrado sus discrepancias.
Las humillaciones son muchas. Aunque las diversas clases políticas europeas, árabes o asiáticas intenten ignorarlas y sean sus sociedades las que las perciben y sufren. Y las que, recordándolas, serán la peor amenaza para la seguridad norteamericana en el futuro. Así, la superpotencia ha logrado imponer a la Unión Europea, a la gran alianza supranacional del Viejo Continente, resultado del proceso de fusión pacífica de naciones de más éxito en la historia, una cláusula de excepción por la que sus ciudadanos quedan al margen de unas leyes en la Corte Penal Internacional que intentan imponerse para todo el planeta como elemento disuasivo de actuaciones criminales. Dicen los europeos que se logra un buen compromiso. No hay buena ley no aplicable a todos. Y no hay buena relación de sumisión. El realismo es bueno. Pero si se convierte en obsesión de obediencia, es deslealtad ante todo hacia los propios ciudadanos. Y si la obediencia lleva a la aventura bélica sin fin cierto, esa deslealtad ya merece otro nombre.
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