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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Iglesia y malos tratos

El portavoz de la Conferencia Episcopal, Juan José Asenjo, ha justificado la decisión del Tribunal Diocesano de Mérida-Badajoz, contraria a la nulidad de un matrimonio por violencia doméstica, sosteniendo que el maltrato físico o psicológico no se encuentra entre las causas que permiten declarar nulo un matrimonio canónico. Desde Barcelona, en cambio, el cardenal arzobispo Ricard María Carles y el obispo auxiliar de la diócesis, Joan Carrera, han apuntado algunas vías para conseguir la nulidad matrimonial por esta causa, como la alegación de un trastorno latente en la personalidad del cónyuge agresor.

En contra de lo que pudiera parecer, ambas posturas, con los matices que se quiera, coinciden en poner la defensa de ciertas disposiciones del derecho canónico por encima de la de los cónyuges que padecen una vejación que en ocasiones acarrea trágicos resultados. Con esta reacción, la Iglesia se sitúa al margen de la realidad social, y puede que hasta de la Constitución, al conceder mayor trascendencia en su ordenamiento a los trastornos psicológicos que al hecho dramático del maltrato, constitutivo de delito.

Las opiniones de la Conferencia Episcopal se hacen públicas, además, en un momento en el que la inhibición de otras confesiones ante prácticas execrables ha servido para esgrimir el argumento de la superioridad de la cultura occidental. La religión cristiana forma parte de ella, pero en el asunto de los malos tratos no parece actuar en consonancia con sus valores. Esta decepcionante constatación no debería dar la razón a un relativismo primario -donde unos consideran aceptable la lapidación como castigo del adulterio mientras otros exculpan la violencia doméstica como sacrificio inherente al matrimonio-, sino que debería reforzar la idea de que el gran avance de las sociedades democráticas es que sus leyes enjuician hechos, y sólo hechos.

Los malos tratos entre cónyuges constituyen una práctica tan bárbara e inaceptable que la Iglesia debería interrogarse sin rodeos acerca de cómo hacer frente al problema en las uniones canónicas, en lugar de derrochar tanta sutileza en razonamientos que sólo parecen buscar que quede a salvo el principio de la indisolubilidad del matrimonio.

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