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Columna
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La mano

Dudo mucho de que la mano de Cervantes tan gloriosamente cercenada en Lepanto diera en su tiempo tanto de que hablar. El sábado de madrugada, una pandilla de pijos borrachos huía en un coche con la mano izquierda de La Cibeles en su interior. Está claro que no fue un acto premeditado que realizaran a hurtadillas. Los chicos habían llegado a la plaza unos veinte minutos antes en dos vehículos haciendo sonar las bocinas. Tampoco trataron de ocultar su presencia cuando salieron de los coches . Completamente cocidos y en calzoncillos se metieron en la fuente cantando y gritando. Según los testigos presenciales, en ningún momento dieron muestras de actuar bajo el temor de ser reprendidos. No al menos hasta que uno de los componentes de la alegre muchachada que brincaba encima del monumento pisó la mano pétrea que sujeta la llave arrancándola de cuajo. Por la cara de susto del niñato parece ser que sólo entonces fueron conscientes de que estaban haciendo algo malo. De todo lo ocurrido en la noche de autos lo que resulta más preocupante es precisamente la inconsciencia con que actuaron. Lo es porque son muchos los que militan en esa necedad y su inconmensurable estupidez provoca daños terribles en nuestro patrimonio urbano.

En Madrid existen nada menos que 1.319 monumentos catalogados. Con mayor o menor mérito artístico hay 431 fuentes ornamentales, se alzan 190 estatuas y 178 grupos escultóricos. Es, en definitiva, un inmenso valor del que somos depositarios los madrileños y que, a juzgar por el muñón que hoy exhibe la Cibeles, está completamente indefenso ante el gamberrismo imperante. Al margen del impresentable autismo exhibido en la comunicación entre el 091 y el 092, el hecho de que pasaran treinta horas hasta que el Ayuntamiento de Madrid tuviera conocimiento del suceso da buena idea del nivel que alcanza el desamparo.

Treinta largas horas cuando había sido brutalmente mutilado nuestro monumento más emblemático, imagínense lo que podrían contar si hablaran las estatuas en parques, jardines o zonas menos concurridas. Es cierto, como dice el alcalde, que no puede haber un agente al pie de cada escultura, pero no por ello hemos de abandonar nuestro patrimonio a su suerte. El millón de euros que el Consistorio gasta anualmente en reparar los daños causados en los monumentos por el vandalismo no puede convertirse en el exponente de una política de resignación. Hay que intervenir decididamente si no queremos ver arruinado en pocos años el legado heredado durante siglos. Una medida preventiva ya experimentada es la que puso en marcha el concejal Sigfrido Herráez en el hasta entonces atormentado Museo de Escultura al Aire Libre de la Castellana. A pesar de las voces en contra de algunos talibanes de la intimidad, mandó instalar 12 cámaras de videovigilancia que aminoraron notablemente el flagelo. El alcalde ha anunciado que pedirá permiso para hacer algo parecido en Cibeles, aunque bien podría ampliar la petición para proteger, al menos, los conjuntos más valiosos y vulnerables de la ciudad. En cualquier caso, todo será poco si no logramos restaurar en las calles el respeto perdido al bien común. La Cibeles es nada más que la punta del iceberg, bajo una capa de desidia proliferan miles de pintadas, fracturas y desconchones producidos con la más absoluta impunidad en el patrimonio público. Resulta evidente que en pro del denostado urbanismo hay una tremenda labor educativa por hacer. Por su envergadura, ha de ir necesariamente más allá de las posibilidades del Ayuntamiento que ya había desplegado carteles en todo Madrid pidiendo a los ciudadanos que defiendan sus monumentos. Una colaboración imprescindible que sólo será efectiva si, después, quienes cometen las fechorías reciben un castigo ejemplar.

Todos hemos de hacer examen de conciencia. Los tipos que vejaron a la Cibeles comparecerán un buen día ante el juez y el abogado explicará que sus defendidos se subieron al monumento para celebrar una despedida de solteros. Y, para vergüenza nuestra, podrá alegar también que no hicieron sino imitar a las estrellas del fútbol que, con el aplauso de muchos y la permisividad de las autoridades, trepan por las estatuas para celebrar sus triunfos deportivos. Lo de la mano -aducirá- fue un accidente involuntario. Si les toca un magistrado indulgente, igual ni les regañan.

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