El esfuerzo creador de José Barceló
Es digno de encomio la excelente la iniciativa de tres galerías bilbaínas al acceder a mostrar simultáneamente obras del pintor José Barceló (Cartagena, 1923-Bilbao, 2001). Según el orden cronológico de creación, en la galería Aritza se insertan los cuadros fechados entre 1952 y 1975. La galería Windsor acoge los producidos desde 1975 hasta 1990. El ciclo se cierra en la galería Juan Manuel Lumbreras con las últimas obras elaboradas a partir de 1992 hasta el momento de su muerte.
Hay que valorar la iniciativa en tres sentidos. Uno, la ofrenda de amistad compartida que deja a un lado el prurito de la individualidad exclusiva. Dos, lo que supone para el nombre de Barceló verse extendido por partida triple de un envión en la ciudad que eligió voluntariamente para vivir y morir. Tres, la posibilidad de poder analizar cincuenta años de su vida artística, sin cortapisas, mostrando todo lo que es parte de un aprendizaje elaborado entre dudas, tanteos, impericias, repeticiones, trucos artificiosos, en tanto surgen de cuando en cuando pasajes donde la mano cree verse compensada al rozar el acierto...
En el capítulo de referencias a otros artistas pueden atisbarse los nombres de Vázquez Díaz, Martínez Novillo, Francisco Arias, Orlando Pelayo, Mortensen (en una fase muy breve de carácter constructivista) y Serge Poliakoff, entre otros.
El mejor Barceló lo podemos encontrar en aquellos momentos en los que en sus cuadros se conjugan zonas figurativas con formas de raíz abstracta. Lo mismo en lo que concierne a los paisajes como cuando incluye la figura humana, como a la hora de embeberse en la realización de los bodegones. La distribución de la luz proyectada -con sus juegos de sombra y medias sombras- sobre las zonas abstractas próximas a los temas centrales figurativos comportan su mayor acierto y donde refleja un sello que le es propio. Con ser esto verdad, no es menos verdad que esos logros le conducían con demasiada frecuencia a repetirse, al punto de estar pintando el mismo cuadro aun sin proponérselo él conscientemente. Por más que creyera pintar cuadros distintos, no pasaba de verse constreñido a vivir una suerte de quimérica metamorfosis de lo mismo.
En algunos cuadros donde elaboraba con mayor acierto y propiedad su mejor yo, en ocasiones, apelaba a determinados rasgos de luz (blancos puros) sobre la predominante profusión de colores oscuros. Se nota que son como respiraciones que introduce en unos momentos antes de dar por terminados los cuadros. Esas respiraciones actúan como desahogos compulsivos que debe sacar hacia fuera. Sin embargo, es difícil que el espectador se identifique con el artista justamente en esa tesitura, ya que no se halla o puede no hallarse en idéntica condición compulsiva. Hasta se puede aducir, con muchas probabilidades de acertar, que lo que para uno es desahogo compulsivo, para otro a lo mejor no es sino efectismo lumínico dentro de un reino de sombras. Determinados rasgos de luces blancas están formulados como el foco de una lámpara, donde el haz se proyecta de arriba abajo, o, si se quiere, al modo de la hoja de un puñal invertido.
El retrato que le hizo a Sol Panera (dueña de la galería Aritza) en 1932, cuando era una niña, contiene mucha ternura. En la galería Windsor se exhibe un paisaje nocturno, donde los blancos, incluidos los puntos de luz de las estrellas, no resultan efectistas. Todo lo contrario; son necesarios en el todo.
Pero por encima de lo aquí expresado, lo más profundo de la vida de José Barceló se encuentra en perseguir y perseverar, en querer ser pintor, aunque supiera que la frustración de cualquier artista que se precie no es ajena a la imagen del perro que persigue a las palomas y ve a éstas salirse de su órbita asequible volando hacia lo alto.
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