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Columna
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Jugar a lo peor

Dentro del abanico de acusaciones que recibe el Gobierno vasco, y en especial el PNV, está la taimada intención de hacerse con la herencia de Batasuna. Pero lo más curioso no es la observación en sí misma sino su intención acusatoria, como si la avaricia partidista por aumentar su bolsa electoral fuera, en este caso, una especie de aberración imperdonable. Se ha creado tal ambiente nauseabundo en torno a Batasuna, que hasta recibir parte de su voto representa una infamia. Y si el beneficiario es el nacionalismo democrático, entonces sumamos infamia sobre infamia, auténtico pasto para los estómagos rumiantes que frecuentan las tertulias.

Este análisis además orilla la existencia de EA, Ezker Batua y Aralar, que también podrían recoger parte del voto radical. Ningunear a estos partidos también trae su causa del discurso oficial, el cual reconoce, de forma más o menos explícita, que en la batalla por la hegemonía nacionalista sólo existen dos candidatos reales: PNV y ETA. De ser cierto el diagnóstico, el Partido Popular ha apostado claramente por la segunda opción, y desde esa perspectiva atacar al PNV e ignorar las formaciones intermedias es el mejor modo de garantizarse la victoria interna de ETA y, en consecuencia, eliminar la incómoda evidencia de que es posible ser nacionalista, incluso radical, desde posiciones democráticas.

Esa arriesgada apuesta exige al mismo tiempo una voluntaria ceguera ante cualquier hecho que escape a ese análisis simplista. Mientras desde la derecha se da por cierto que el Gobierno vasco protege a Batasuna, obedece las órdenes de ETA o aún tiene acuerdos con ésta o aquella, la izquierda radical reitera las amenazas, insultos y desprecios contra sus presuntos protectores. Pero el PP hace oídos sordos a esa evidencia y su prensa afecta, por supuesto, no la transmite, porque no encaja en el alpiste informativo que se ofrece diariamente. De hecho, ni el entorno radical ni los partidos estatales gastan ya un segundo en atacarse mutuamente: bastante tienen con centrar sus invectivas en un Gobierno traidor, traidor por partida doble.

Durante la agónica vida de la República de Weimar, las fuerzas políticas más intensamente odiadas eran aquellas que ocupaban la centralidad del espectro político: la socialdemocracia y el Partido Católico del Centro. Nunca ni el comunismo ni el nazismo gastaron tantas energías entre sí como uniendo esfuerzos desestabilizadores contra su común enemigo político. Y que el nazismo fuera responsable del Holocausto, y no el comunismo alemán, no supone ninguna equidistancia en el análisis de la obvia situación política antecedente. La sorprendente capacidad de dinamitar los presupuestos autonómicos, tras una curiosa coincidencia de voto entre los extremos del espectro político vasco, sorprendería menos si recordáramos que, durante la República de Weimar, más de una vez el partido comunista y el partido nazi apoyaron conjuntamente huelgas y movilizaciones con el compartido objetivo de arruinar la democracia parlamentaria.

Es incomprensible acusar al PNV de que pueda recoger algo del voto batasuno. ¿Cuál sería la tragedia? Si hubo un hecho providencial en la transición española fue la capacidad de Alianza Popular para integrar, junto a elementos democráticos, un amplio espectro de representantes del régimen franquista. No hubo en ello ningún descaro por parte de Fraga, cuyo discurso impetuoso sirvió sin duda para retener a su lado a ese significativo sector social de impresentables.

Si hoy, gracias al Partido Popular, que la subsume, no existe la ultraderecha en España, no se entiende la razón por la que en el País Vasco no pueda producirse un fenómeno parecido para desdibujar el extremismo radical. Pero los esfuerzos del Partido Popular van encaminados justamente a lo contrario, a decidir el futuro del nacionalismo disolviendo su sector más moderado y acentuando la sensación de agravio de los más radicales. Y todo esto sólo tendría sentido a partir de una única intención, tan siniestra, tan perversa para el futuro de este país, que es mejor no nombrarla: ojalá la realidad no nos la escupa algún día a la cara.

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