Viva Franco
Que la historia tiende a la nostalgia es un hecho contrastado, especialmente si se trata de mimar a sus protagonistas. ¿Qué queda del Suárez polémico y profusamente criticado años después de su ejercicio? No más que la plácida imagen de un político relevante que supo navegar por aguas turbulentas en un momento también especialmente relevante. Algo parecido pasará con Felipe cuando el aznarismo deje de ser un régimen lindamente anclado en el revanchismo del pasado inmediato. Y seguro que cuando Pujol pase de ser rey a ser definitivamente la reina madre, también acusaremos con él la nostalgia de la historia, su tendencia a la ternura, su tremenda capacidad de olvido. Entonces descubriremos un Pujol cargado de virtudes de fondo, alejado de las múltiples miserias de un reinado demasiado largo. Casi siempre la historia trata bien a sus artífices, quizá porque ya son historia, y por ello no los sufre. Casi siempre..., excepto cuando no puede, ni debe hacerlo, brutalmente zarandeada por protagonistas que sólo merecen el recuerdo del desprecio. Así son los Pinochet que poblaron de muerte los sueños de miles de personas, así los Hitler de la negrura más profunda, así los Stalin cuyo legado dejó el desierto de la desolación. Franco es de esa factura, forma parte de esta textura viscosa de la historia, zona oscura de la memoria crítica de un país. ¿Nostalgia con su recuerdo? Sería tanto como anclar en el olvido nuestro presente y convertirlo en materia vulnerable, frágil. Sería tanto como sentar las bases para repetir el pasado. Franco fue un dictador desalmado, funesto y encima mediocre, que sometió la piel de Sepharad a un periodo de tristeza profunda. Tristeza de vidas rotas, exiliadas, encarceladas, muertas. Tristeza de cultura descabezada, censurada, embutida en el bozal de la muerte de la inteligencia. Tristeza de sociedad triste, asustada, callada, servil. Tristeza de país sobrecargado de especuladores impunes, de corrupción institucionalizada, de privilegios aberrantes y aberrantes gobernantes. Todo esto que escribo, y que parecería sabido, conocido y mayoritariamente asumido -no en vano lo vivieron de lleno generaciones actuales de ciudadanos- no lo es tanto, sólidamente anclada la democracia actual en el pacto de silencio de la transición, y en la amnesia colectiva subsiguiente, amnesia que no formaba parte del pacto... Así, entre silencios, renuncias, perdones y olvidos, el recuerdo del franquismo ha ido adelgazando sus flancos más obesos, ha secado sus pozos más negruzcos, ha roto el espejo donde Dorian Gray mostraba su verdadera alma, y lentamente ha ido dibujando una figura de abuelo entrañable, como si fuera uno de aquellos poderosos patriarcas de antaño, demasiado rápido para los bofetones, pero padre, al fin y al cabo. Sometida la República a una eficaz trituradora, que ha reducido su enorme riqueza en derechos, en iniciativas, en vida social, en educación, en nobles ambiciones, a una simple coyuntura violentista y caótica, el franquismo ha acabado presentándose como la solución inevitable a un mal mayor. Aquello de los franquistas pata negra, que aseguran que la guerra no empezó en 1936 sino en 1934.
Están reescribiendo la historia. Quizá no la historia de los libros de historia, desmenuzada en datos, evidencias, nombres, muertos. Pero sí la historia común, la que conforma nuestro subconsciente colectivo, la que habita entre los jóvenes, entre los desinformados -que somos casi todos-, en los despachos de algunos alcaldes del PP, tan ilegalizables ellos -ley en mano- que hasta sería un gustazo creer en la ley de marras. Rodeados de la Marujitas que cantaban 'banderita tú eres roja, banderita tú eres gualda' en las plazas de Oriente de los faustos del tirano, y que ahora son personajes de nuestro papel cuché más inofensivo, o de los Raphaeles, o de los viejos gobernadores franquistas reciclados en cargos de todo tipo, no nos damos cuenta de hasta qué punto la transición nos hizo trampa: no pactamos el silencio. Pactamos el silencio, sólo, de los derrotados. Es decir, volvimos a ser derrotados.
Y de ahí nacen nuestros males de ahora. De ahí las subvenciones públicas millonarias a una fundación tan ilegalizable como cualquier apologeta del fascismo; de ahí que sean ellos los que controlen el patrimonio documental de todos; de ahí la naturalidad con que se burlan hasta de nuestras víctimas. De ahí mismo, esos discursos de líderes políticos perdonando los 'excesos' del franquismo, pelillos a la mar, pequeñas subidas de tono, menudencias de un político con muchas grandezas... El dictador rebajado a la categoría de político, y así, ¡ay!, engrandecido.
Lo de la cuantiosa subvención a la Fundación Francisco Franco es pornografía de la mala, de la delictiva. Es un acto de burla al pasado, de desacato a la memoria, de cachondeo sobre las víctimas. No sólo perdieron, sino que incluso perdieron el derecho a existir como tales. Si no hay causa, ¿cómo habrá efectos? Pero tal hecho pornográfico, ¿es sorprendente? ¿De cuándo son las declaraciones del alcalde pepero de Castellón saludando las bondades de Franco? ¿De cuándo los gestos de alguna ministra antaño trotskista y hoy simplemente servil? ¿De dónde vienen algunos nutridos nombres del ínclito poder actual? ¿Repasaron ustedes la significativa lista de la boda aznariana? ¿Cómo no van a reescribir el franquismo los que cogieron su testimonio, algunos tan prontamente reciclados que aún visten azul bajo el cuello blanco? Lo malo no está en la mirada tierna que el PP proyecta permanentemente sobre el recuerdo franquista. Lo malo es que hemos tejido con tanto detalle la ignorancia sobre el pasado, hemos practicado con tal rigor la amnesia, que su mirada tierna acaba siendo la única mirada. En ello radica nuestra fragilidad: en que no pactamos silencio. Pactamos derrota.
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