Hacia la locura final
Aunque pase por uno de los momentos peores de su historia, nadie le puede negar a ETA su papel de creador y acelerador de contradicciones; su capacidad para constituirse, a la postre, en el referente de la política vasca por la dinámica de atracción que ha producido en el resto del nacionalismo vasco. En la misma rueda de prensa, precisamente, en la que el consejero de Interior -en rápida contestación al sindicato ELA, que reclamó su dimisión- daba cuenta de su actuación ante la manifestación del sábado pasado en Bilbao, el consejero portavoz anunció la querella del Gobierno vasco contra Garzón por prevaricación. Asimismo pidió disculpas 'a los manifestantes de buena fe' que se vieron ante la carga policial. A personas como a mí nunca nos han pedido disculpas por tener que huír más de una vez por una contramanifestación de los radicales, y recuerdo aquellas desbandadas en la Paloma de Paz en San Sebastián cuando el secuestro de Aldaya.
Cualquier medida contra ETA termina movilizando al conjunto del nacionalismo vasco
La cadena política se está cerrando, eslabón sobre eslabón -hay que agradecerle al nacionalismo que sea tan pedagógico ante los de la izquierda diocesana, a ver si al final se caen del guindo-. El primero es la propia ETA, al que sigue el eslabón de Batasuna; luego se inserta el de ELA, que a su vez engarza con el eslabón del PNV-EA (IU acaba la cadena en forma de cascabel). Todo constituye un cuerpo único con diferentes eslabones, así que cualquier medida contra ETA acaba movilizando a todo el nacionalismo. De esta manera se entiende la solidaridad, la simpatía y esa disparatada actitud de vincularse a un mismo destino común que el PNV lleva adelante con la ETA más debilitada de su historia, uniendo sus destinos en la locura común.
La querella del Gobierno vasco contra Garzón va unida al rechazo de la Mesa del Parlamento al auto de mismo juez por el que se debe disolver el grupo parlamentario de Batasuna. Es lo que el día anterior hizo el Parlamento navarro y que el vasco se niega hacer, en contra de la conclusión del informe jurídico de la propia Cámara. El resultado es una imagen de insólita rebeldía que pone en riesgo la misma supervivencia del Estatuto, instrumentalizado por el nacionalismo para enfrentarse sistemáticamente al Estado. Al fin y al cabo, hace más de cuatro años, en vísperas de Lizarra, todo el nacionalismo declaró muerto el Estatuto. La dinámica dominante sigue siendo el soberanismo.
Los acontecimientos corren vertiginosamente. La apertura de nuevos frentes ha sido históricamente el mecanismo político para superar las crisis internas que han utilizado por los regímenes autoritarios para garantizar su supervivencia. La huida hacia delante es el resorte más apasionado para alcanzar la derrota final, y, salvo los afectos, nadie va a entender el proceso que aísla cada vez más al Gobierno vasco y le ubica en una situación de enfrentamiento nunca conocida en el pasado.
Entre la ley y la revolución, aunque sea una revolución conservadora, cualquier Gobierno debiera elegir la primera, porque la ley es el basamento donde descansa la democracia. Por el contrario, la pendiente por la que se ha lanzado el Gobierno vasco querellánndose contra el juez Garzón -cosa que ni siquiera hizo el Gobierno chileno, a pesar de las enormes presiones de sus militares- le conduce a un callejón sin salida. ¿Dónde queda ahora la buena voluntad (y cierta malicia) de los que solicitan al Gobierno central y al vasco que se ponga a dialogar?
Si no se hubiera deslegitimado durante tantos años al Estado desde las instancias nacionalistas, podría caber la esperanza de que el gesto fuera tan sólo la demostración radical por parte del Gobierno vasco de que no comparte los autos de Garzón. Pero, llueve sobre mojado, se produce tras el intento de recurrir la Ley de Partidos por el propio Parlamento vasco y tras unos años hacia el soberanismo que han inquietado a todo aquel que no sea nacionalista; y a muchos nacionalistas moderados, también.
Salvo comportamiento sectario, no se entiende que el Parlamento navarro disuelva el grupo Batasuna y que el de Euskadi lo sostenga, con su correspondiente repercusión en el resto de las instituciones vascas, y se acuse al juez de intromisión. Cada vez más claramente se observa el comportamiento segregador respecto al Estado del nacionalismo, provocando una crisis institucional que, aunque larvada, nunca se había presentado tan manifiesta.
La crisis provocada en la opción entre democracia y revolución, aunque sea una revolución conservadora, lleva, efectivamente, a contemplar el Estatuto de Autonomía vasco como algo contrario para la estabilidad política. Esto se demuestra hoy, precisamente, por un movimiento de solidaridad con los que no condenan el terrorismo, confirmando que el Estatuto, en versión nacionalista, no sirve. Simplemente porque está llevando a las instituciones autonómicas a un enfrentamiento con el Estado difícil de digerir por un sistema democrático y descentralizado.
Así pues, caminamos día a día hacia la ruptura política. Los nacionalistas no permiten que el Estado penetre en su virreinato, donde son dueños absolutos. El nacionalismo llamado moderado no sólo no es una solución para el problema vasco, es parte sustancial del problema. De no haber sido así, ETA hubiera desaparecido hace ya muchos años.
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