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La aznaridad

La boda Aznar-Agag, celebrada en El Escorial, ha cumplido el efecto de final de fiesta de la II Transición, así como los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Expo de Sevilla actuaron como apoteosis escenográficas de la primera. Hay ciertas diferencias entre los ambiciosos escenarios universales que consagraban a España en la Modernidad y la boda realizada dentro de las pautas del imperial catolicismo, imperial porque El Escorial es la estética del imperialismo español y no olvidemos que está inspirado en la parrilla en que fue asado San Lorenzo. Si el Felipato de Sevilla estableció la tensión entre la ambición de modernidad y los escándalos políticos y económicos, lo cierto es que acompañó la memoria de sus consumidores largo tiempo y que a pesar de los errores socialistas, el PP ganó por la mínima en 1996 y sólo consiguió la mayoría absoluta cuando el PSOE se empeñó en continuar equivocándose a lo largo de la legislatura 1996-2000. En las últimas semanas se ha sabido que el amable opositor socialista de ojos yo diría que azules, Rodríguez Zapatero, gusta a la ciudadanía más que Aznar.

Sobre el escenario político, un personaje irrelevante, que se vanagloriaba de no tener carisma, ha conseguido casi una primera fila en la derecha europea y si no ha dado el salto hacia la globalización, se debe quizá a que Bush lo necesita muy relativamente y, además, Aznar no sabe inglés. El 2002 estaba preparado como el año de la consolidación del imaginario aznarita: reina madre semestral de Europa, político voluntariamente cesante a pesar de su éxito electoral y padre no sólo de la segunda transición sino también de una hija casadera que contraería matrimonio en el monasterio almacén de los cadáveres de los reyes de España. Mientras los portavoces oficiales y oficiosos trataron, sin conseguirlo, de hacer balances positivos del semestre en el que Aznar fue la reina madre de la Europa de los mercaderes o de las patrias o de las regiones, pero sobre todo de las reuniones, se ha instalado la impresión general de que todo fue una representación teatral deslucida, en nuestro caso del Auto Sacramental del rapto de Europa. Con sus maneras de guardia de tráfico cejijunto reñidor de insuficiencias, Aznar se subió a la carroza europea prometiéndose que todo el mundo iba a enterarse de lo que vale un peine y mientras a su lado Prodi marcaba el talante distanciador de quien sabe que Europa es todavía una hipótesis y Aznar una anécdota.

Nuestro presidente inauguró su mandato europeo con la reunión de Barcelona sitiada por los antiglobalizadores y lo terminó con la de Sevilla asediada por los sindicalistas. No ha conseguido dejar el marchamo de primer cumplidor de la cruzada libertad duradera porque en Europa donde manda Blair no manda marinero y la propiedad fundamental de la lucha contra el terrorismo elevado a la condición de antítesis del Imperio del Bien la tiene el eje Washington-Londres. No ha colado del todo Aznar la evidencia de la peligrosidad de ETA como equivalente y complementaria de la de Bin Laden, entre otras cosas porque ETA ha heredado contactos con el Imperio derivados de aquellos tiempos de pastores vascos norteamericanizados y de agentes del PNV colaboradores del Departamento de Estado bajo la batuta de Aguirre e Irala. Ignoro si el terrorismo islámico o las bombas de expansión demográfica van a cumplir su papel de enemigo del Imperio durante mucho tiempo, pero de momento justifican una estrategia vertebradora, economicista y armamentista algo desconcertada desde el final de la Guerra Fría. Tampoco sabemos si la lucha contra terrorismo tan fundamental implica a terrorismos considerados periféricos como el de ETA, hasta ahora un problema exclusivamente español, a pesar de las palabras de condena norteamericanas o de los relativos gestos de corresponsabilidad represiva de los franceses. Pero ETA ha conseguido no ser un problema francés ni un problema lo suficientemente internacional como para figurar en los objetivos de la guerra santa plasmada en el lema libertad duradera. La medida de ilegalizar a los batasunos es un boomerang que promete temibles reacciones sociales y representa una declaración de impotencia política para resolver, o al menos replantear, el problema vasco. Aznar no sólo no lo ha resuelto sino que lo ha complicado mediante su pertinaz y fallido intento de acorralar al PNV y conseguir el sorpasso,aliado con el sucursalizado PSOE.

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En el 2002 no hay pues demasiados motivos para balances aznaritas eufóricos y tal vez el error fue ya inicial, prometiendo lo que no podía cumplirse y colocando una vez más el optimismo de la voluntad a la altura de la poquedad de la lucidez; o se trata de una cuestión de incompetencia política aliviada y disimulada por la buena situación económica durante la primera legislatura. Si el PSOE no se hubiera internamente peleado tanto para decidir la herencia de González y hubiera dado una explicación suficiente sobre los errores de terrorismo de Estado y filosofía económica, en estos momentos la diferencia que separa la expectativa de voto de populares y socialistas sería mínima, a pesar de que el PP cuenta con el poder mediático más absoluto que haya conocido en España partido hegemónico alguno. No sólo tiene a su favor los medios oficiales y privados comprometidos con su política conservadora liberal, sino que se beneficia de la parálisis crítica de los medios no explícitamente adictos, vividores letárgicos en la galaxia de lo informativamente correcto ligada a la de lo políticamente correcto.

Si bien el PP representa hasta cierto punto una nueva derecha faldicorta y consumidora de divorcios y preservativos, no es menos cierto que ha reintroducido el nacionalcatolicismo cultural, educacional y mediáticamente. Reintroducido y extendido cual mancha de aceite, un efecto irreparable impuesto por la lógica del mercado, de España, país católico por historia y porque sí. La boda del Escorial reunió por una parte la liturgia del nacionalcatolicismo y por otra el espíritu de juerga de las nuevas generaciones que, a pesar del ceño del cardenal Rouco Varela, trasnocharon hasta amanecer, pero con ese sentido del equilibrio y el autocontrol que el yupismo introdujo para siempre en la cultura de la nueva derecha. A pesar de su triple protagonismo -jefe de Gobierno, padre de la novia, amigo de Blair y Berlusconi- Aznar no consiguió liderar plenamente el festejo, como no ha liderado el semestre europeo, ni el relanzamiento de la derecha europea, ni la reconquista de Afganistán, ni ganará la guerra contra el Irak por más que se empeñe en lustrarle los misiles a Bush. Los socialistas casi nos hicieron creer que el mundo, ahora sí, estaba al alcance de todos los españoles. Aznar, la aznaridad, ha reinstalado a España en aquella consciencia de que los españoles cuando no llegamos con la mano, probablemente tampoco lo hagamos con la punta de la espada, pero hay que intentarlo. De la misma manera que a los gobiernos británicos la última vivencia épico-imperialista que les queda es sumarse a toda clase de bombardeos norteamericanos, la aznaridad se da por satisfecha si el Imperio le pasa la mano por el lomo o le invita a unos tamales en compañía de Bush y sus mariachis.

Si comparamos la tonalidad de este país con el que propició la experiencia de tres legislaturas socialistas, no sólo comprobaremos que han pasado veinte años desde la evidencia de que la guardia civil podía ocupar el Congreso de Diputados hasta la situación actual en que el Congreso está suficientemente ocupado por sus señorías. A pesar de la artificiosidad y autosuficiencia de la ansiedad cultural democrática que inicialmente acompañó a los socialistas en el poder, durante la primera transición hubo un tiempo en que la derecha callaba para no hacer el ridículo y aplazar su instinto connatural de hazañas bélicas. Ahora superado aquel complejo de derecha desenfocada, y ante el silencio o la tartamudez de la izquierda residual, ha recuperado la confianza en sí misma, pero no el habla. Vuelve a ser, a través de la aznaridad, esclava de sus ceños y de sus gestos y dueña de sus silencios. Ceños. Gestos. No palabras. A Aznar no se le conoce ni una oración compuesta, ni simple, ni una palabra que haya aportado algo a la capacidad de conocimiento ni cambio de España, ni siquiera, hay que reconocerlo, de Quintanilla de Onésimo. La aznaridad es cejijunta y plana.

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