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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Inquietud económica

La economía española afronta el panorama más adverso de los últimos años. El milagro se agota, a pesar de que los dos principales propulsores del mismo, unos tipos de interés históricamente bajos y una manifiesta moderación salarial, siguen ejerciendo una influencia benigna. Pero que los dos factores básicos, el trabajo y el capital, sigan baratos, no implica que se utilicen ni tan intensivamente ni tan eficientemente, a juzgar por la adversa evolución de la productividad.

Los datos de crecimiento del segundo trimestre del año ya pusieron de manifiesto que la desaceleración no era exclusiva de las economías de nuestro entorno. Al tiempo ilustraron, un trimestre más, la preocupante debilidad de la inversión empresarial. Y el IPC de agosto revela un patrón de crecimiento ciertamente inquietante: los precios suben a pesar de que la demanda final de la economía se desacelera, y lo hacen con más intensidad que los países con los que compartimos moneda e intercambios.

El repunte en el índice general, hasta el 3,6%, y el mantenimiento de la inflación subyacente en el 3,8% no pueden explicarse por nuestro mayor crecimiento económico, aunque sólo sea porque la distancia de 1,6 puntos que nos separa del promedio de la zona euro es ahora superior a otros momentos en los que la economía crecía mucho más. Las autoridades deben centrar su atención y sus explicaciones en el mal funcionamiento de los mercados.

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La expresión más contundente de esa ineficiencia es la adversa evolución de la productividad, fundamento de la sostenibilidad de crecimiento y, en definitiva, de la capacidad competitiva de la economía. La relación entre la productividad y la disposición de una reserva de capital suficiente (físico, tecnológico y humano) es estrecha. Y en España seguimos con diferencias importantes en relación al resto de la UE. Pero además, con excepción de la construcción, la inversión privada lleva casi dos años reduciéndose y la inversión pública, salvo en la construcción, es manifiestamente insuficiente.

Lo razonable sería que el Gobierno aprovechara el inicio del nuevo curso político y la elaboración de los presupuestos para tomar medidas destinadas a eliminar el quiste inflacionista y a fortalecer la reserva de capital, lo que, además, contribuiría a reducir la incertidumbre hoy existente sobre la continuidad del crecimiento económico en el próximo ejercicio. Unos tipos de interés históricamente bajos y una deuda pública en niveles razonables permiten esa intensificación de la inversión pública en momentos difíciles. Otras economías de la zona euro se han alejado de la absurda obsesión por el déficit cero e incluso no llegarán a cumplir el Pacto de Estabilidad: Alemania, Francia, Portugal y con toda probabilidad Italia están optando por un mayor gasto público para favorecer el crecimiento, aunque sea a costa de incumplir el citado pacto, que merece una interpretación más flexible ante una realidad que ha cambiado para mal.

Anteponer la garantía de un crecimiento mínimo a objetivos excesivamente ambiciosos de reducción del déficit público forma parte de la acción política de Gobiernos cuya renta por habitante está muy por encima de la nuestra, el francés sin ir más lejos. Y es la consecución de esos ritmos de crecimiento, en favor del bienestar económico de las naciones, la que legitima o invalida las decisiones de política económica. A diferencia de otras épocas, las opciones existen, la cuestión es si el Gobierno del PP sabrá o querrá ejercerlas. Si espera más, puede ser el último en saltar, quizá demasiado tarde.

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