Un aspecto esencial es el carácter independiente y equidistante que deben tener las agencias
Es conocido el dicho que afirma que aquello que bien empieza bien acaba. La evaluación de la calidad de las universidades tiene en España una historia breve pero afortunada. Los primeros pasos dados por nuestro sistema universitario en esta senda apenas cumplen ahora 10 años, y su primera realidad tangible fue la publicación por el último Gobierno socialista del decreto que regulaba el primer Plan Nacional de Evaluación, en 1995. Era, quizá, la iniciativa más importante de política universitaria del decenio previo a la aprobación de la LOU. Aquel impulso audaz pero limitado debía aprovecharse de modo que la tentativa no quedase en el limbo de las buenas intenciones y nos acercase a las innovaciones organizativas de otros sistemas universitarios europeos, basadas en los principios de mayor agilidad en el funcionamiento académico, medición de los resultados alcanzados y transparencia en la gestión.
Los redactores del Informe Universidad 2000 recogieron esa filosofía y propusieron, como etapa siguiente en el proceso, la acreditación de los programas académicos, sugiriendo planes y organismos concretos para su implantación. Finalmente, el Título V de la LOU asume la idea y le da cobertura fijando un alcance similar con un matiz diferenciador: mayor control gubernamental de los procedimientos previstos para su ejecución frente a la autonomía de actuación que caracterizaba las propuestas previas.
¿Qué gana nuestra educación universitaria con su acreditación por organismos especializados en tales menesteres? Si se hace bien, mucho. En sustancia, la acreditación es la sustitución del control a priori de los planes de estudio que ofertan las universidades (consistente en una intervención previa mediante la autorización de las enseñanzas por la administración educativa y su homologación por el, hasta ahora denominado, Consejo de Universidades) por una auditoría sobre la calidad de los resultados alcanzados y, si son satisfactorios, el reconocimiento de la capacidad de la institución para seguir impartiendo la titulación correspondiente. Ello beneficiará a la sociedad al garantizar a los ciudadanos la calidad de la educación que reciban: ésta se medirá obligatoriamente y los resultados serán públicos. También beneficiará a las universidades aliviándolas de 'corsés' administrativos, permitiendo mayor libertad docente. El crédito de las enseñanzas acreditadas será un activo social contrastado. La generalización de la acreditación en muchos países de la Unión contribuirá también a los procesos internacionales de homologación de titulaciones, vitales para la construcción del Espacio Europeo de Educación Superior.
Para llevar a cabo estas supuestas bondades se requiere mucho trabajo (al que se añade el generado por las evaluaciones individuales de los profesores, previstas para su contratación o para la asignación de retribuciones complementarias) y prudencia que evite que deseos impecables no degeneren en meras tramitaciones burocráticas sin incidencia efectiva en la mejora del quehacer académico.
¿Qué condicionará o favorecerá la buena práctica de la acreditación universitaria? La LOU prevé que estas tareas sean realizadas por la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación y las agencias similares que creen las comunidades autónomas en sus respectivos territorios. El reparto de responsabilidades entre ellas es un aspecto crucial de la cuestión: si se emplea un criterio de 'mutua confianza' con una distribución equilibrada y consensuada de competencias, la acreditación puede funcionar correctamente. Si, por el contrario, el Gobierno central cae en la tentación del control excesivo de todas las actividades malogrará esta oportunidad. La constitución de una red de agencias autonómicas funcionando armónicamente (que asuman la parte principal de la ejecución práctica de los programas de acreditación de las enseñanzas y la evaluación de las actividades de los profesores) sería positiva. La Agencia Nacional debería encargarse del diseño y la coordinación de los criterios y los procedimientos empleados por el conjunto de las agencias, así como de la supervisión de los resultados globales. Otro aspecto esencial para la buena práctica estribará en el carácter independiente y equidistante que deben tener las agencias respecto a los Gobiernos y las universidades (el diseño que prevé Madrid para su agencia tiene estas virtudes).
Deseemos que los actuales gobernantes acierten en las soluciones que den a los interrogantes planteados, no vaya a ser que a la mitad del camino tengamos que sustituir la proclama inicial por aquel otro decir tan popular que tras una arrancada de caballo tengamos una parada de burro. Hay más piezas que encajar en el puzzle. ¿Cuál debe ser el papel reservado a los organismos profesionales (colegios, asociaciones) en el sistema de acreditación? ¿Cómo diseñar los complementos autonómicos para que influyan realmente en la calidad educativa? Etcétera.
La ocasión es propicia para que además se redefinan las relaciones entre las universidades y la Administración en el diseño de las políticas universitarias en cada Comunidad Autónoma. Se deberían cambiar las reglas de juego planificando las actuaciones en un 'mapa triangular' definido por tres polos: uno político (la Administración), otro académico (las universidades) y un tercero, de carácter nuevo, técnico, constituido en cada comunidad por la Agencia de Calidad y Acreditación (incorporando a su escenario de actuación funciones de prospectiva, diagnóstico de problemas y búsqueda de soluciones), lo cual sería bastante revolucionario. En un juego a tres bandas -no constreñido a las actuales relaciones bilaterales entre la Administración y las universidades, que en ocasiones apenas van más allá de repartos presupuestarios o 'regateos' económicos-, las decisiones políticas o académicas estarían avaladas por datos objetivos, análisis prospectivos y evaluaciones de los resultados. Sería una revisión progresista del modo de hacer política universitaria, con criterios más rigurosos y acordes con los intereses sociales.
Francisco Michavila es catedrático y director de la Cátedra UNESCO de Gestión y Política Universitaria de la Universidad Politécnica de Madrid.
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