Otoño en Nueva York
El miedo empezó en octubre. El miedo inconcreto, difuso, que se instalaba en la nuca y los hombros y provocaba tensiones musculares. Los psicólogos se llenaron de pacientes. En las fabulosas farmacias neoyorquinas se buscaban remedios directos y rápidos para calmar la ansiedad. Septiembre había sido el mes del sobresalto, un sobresalto tan apabullante que no dejaba espacio mental para la reflexión. Además la ciudad se había volcado en el ofrecimiento urgente de solidaridad y la sensación de sentirse útil amortigua siempre el nivel de dolor. Los neoyorquinos se sintieron orgullosos de serlo; si antes habían exportado al mundo los encantos de esa ciudad fascinante, ahora el mensaje era: somos humanos, a la hora de la verdad nos ponemos manos a la obra. Y eso es verdad. Nadie puede negarlo. Lo han contado los propios neoyorquinos y los españoles que allí se encontraban. Nunca una comunidad se ha volcado tanto en un duelo. La gente común y los miles de artistas que pueblan la ciudad acudieron como voluntarios a retirar escombros, donar sangre (que luego no sirvió de nada); los dueños de célebres restaurantes ofrecieron comida para los bomberos y la policía; los actores acudieron al teatro a la semana siguiente e interpretaron su función para recaudar fondos para los huérfanos; los supermercados mostraban sus huchas solidarias; incluso un equipo de veterinarios se trasladó a la zona cero para asistir a los perros adiestrados para el rescate porque salían de entre las ruinas con las patas quemadas y, sorprendentemente, había que proporcionarles antidepresivos porque los perros de salvamento no conseguían sacar a nadie con vida y esto les producía decaimiento y depresión. Toda la ciudad estaba contagiada de buenas intenciones, incluso en los momentos que parecían normales los músicos callejeros, esos músicos que dan carácter y melodía a las calles neoyorquinas, tocaban melancólicamente canciones patrióticas, como ese God bless America de Irving Berlin, con la que un saxofonista negro nos ponía tristes todas las noches. Pero en septiembre había cosas que hacer, había grandes manifestaciones de duelo en los estadios y festivales en memoria de las víctimas en los que participaban los mejores actores, los mejores cantantes, los mejores músicos de jazz. En septiembre todavía estaban cerradas muchas calles al tráfico y cuando un cochazo de bomberos cruzaba vertiginosamente la ciudad la gente les aplaudía por la calle. En septiembre las sirenas, penetrantes y agudas, sonaban a cualquier hora del día y de la noche. Sonaban sin ninguna necesidad porque a las tres de la madrugada no había ni atascos ni tráfico; tampoco había supervivientes a los que rescatar, sonaban para evidenciar su presencia, como intentando dejarle claro a la población: 'nosotros os cuidamos sin descanso, nosotros velamos vuestro sueño', aunque el efecto era sin duda el contrario, y cuando uno conseguía coger el sueño, una alarma te sacaba violentamente de él provocándote una repentina taquicardia. Aunque, sinceramente, creo que los neoyorquinos de pura cepa, esas gentes grandes y duras que están acostumbradas a los ruidos permanentes (aún más que nosotros), a los fríos y calores extremos y a una vida más trabajosa, lo soportaban mejor que nosotros, europeos, que no les concedemos a las fuerzas de seguridad o a los bomberos esa etiqueta más que de héroes, de semidioses.
No todos los presidentes americanos son iguales. El que hay ahora es el peor de los posibles
Pero ya digo, septiembre fue un mes resolutivo. Con Rudolph Giuliani al frente, Nueva York hizo gala de su humanidad. Ciertos lugares dados a las manifestaciones públicas espontáneas, Washington Square, Union Square, Central Park, se llenaban de velas, de gentes que lloraban en silencio, que se tomaban de las manos y cantaban canciones religiosas cargadas de patriotismo y canciones patrióticas cargadas de fe. Pero llegó octubre, comenzó definitivamente el frío y el otoño y los ciudadanos tuvieron que empezar a mirar dentro de ellos mismos. Después de una desgracia terrible llega un momento en que uno se encuentra solo y esa ciudad está llena de gente que está sola, de gente que limita su compañía a la charla diaria con el portero. Pero esa soledad la sentimos todos los que estábamos allí en aquel momento y los medios de comunicación no ayudaban en absoluto a la difícil tarea de respirar: había como una especie de voluntad de mantener a la población en estado de alerta, o peor aún, la policía, el FBI, le pedían a la población que estuviera tranquila, que acudiera a sus trabajos, que saliera a la calle y se relacionara, pero que al mismo tiempo notificara a las fuerzas de seguridad cualquier acontecimiento extraño porque el país, y concretamente esa isla (Manhattan) de la que uno no puede escaparse a no ser que cruce un puente o un túnel, estaba en guerra. En guerra contra el terror.
Recuerdo un domingo frío y soleado de octubre, uno de esos domingos otoñales en los que los neoyorquinos apuran las últimas temperaturas benévolas y comen el brunch en las terrazas de los restaurantes, y recorren los mercadillos de pulgas llenos de objetos insólitos. Hay algo emocionante y civilizado en esos domingos. Es como si Nueva York abandonara su palpitar nervioso y estresante, ese frenesí que tan bien ha retratado Martin Scorsese, y se entregara al ritmo de la gente más educada. En esos domingos, Nueva York se parece extraordinariamente a la ciudad que nos muestra Woody Allen, y vemos a gente como él, como sus amigos, charlando amistosamente mientras pasea entre puestos de muebles viejos. Aquel domingo dábamos vueltas por un rastrillo que se montaba en un colegio público de Amsterdam Avenue, muy cerca del Museo de Ciencias Naturales. La manera que tienen algunos colegios públicos para aumentar esos ingresos escasos que les cede el Estado es inventar procedimientos de autofinanciación, y éste es uno de ellos: alquilar las instalaciones para actividades del fin de semana. En una sala grande del colegio, que probablemente debía ser el comedor, elegíamos algunos carteles publicitarios de los años cuarenta o cincuenta de cafeterías, de calzado... No hay nada tan práctico y tan hermoso como el diseño comercial americano de aquellos años. El vendedor tenía puesta la radio. Nos atendía, pero al mismo tiempo atendía las noticias y se acercaba el transistor a la oreja. De pronto se puso pálido y comentó con su compañero: han empezado a bombardear Afganistán. Para mí ese momento marcó el verdadero comienzo del miedo. No sé quién extendió la idea de que a partir del 11 de septiembre los políticos norteamericanos tendrían que medir sus pasos a la hora de actuar en política internacional, pero no cabe duda de que esa teoría flotaba en el ambiente, o tal vez lo que sucedía es que las personas razonables (que allí las hay también), es decir, las que ven más allá de sus narices, o más allá de sus fronteras, querían creer que el individuo que ostentaba la presidencia de su país y que no dio la cara en varios días -anduvo escondiéndose por razones de Estado- se dejaría aconsejar por los asesores menos brutales de su equipo de gobierno. De hecho, el que tardara tanto en actuar o en decir cómo iba a actuar parecía subrayar esa tesis. Esa otra parte sensata del pueblo americano temía ese ojo por ojo bíblico que a lo largo de este año se ha ido fraguando y que aún no se ha zanjado.
Yo creí ver en las caras de tristeza de aquellos tenderos del mercadillo neoyorquino aquella mañana de domingo el temor a que comenzara una guerra, porque lo que acababan de aprender en Manhattan es que aunque la guerra se fragüe lejos de tus fronteras siempre habrá una forma de que te la devuelvan. No sé qué poder real tienen allí las opiniones de los intelectuales, escritores, artistas; desde luego, en los días siguientes a la tragedia cualquier opinión discrepante, no en cuanto a la condena del atentado, que ahí estaba todo el mundo de acuerdo, sino en la necesaria reflexión, era tomada como síntoma de antiamericanismo. Más que nunca era comprensible aquella frase de Woody Allen cuando defendió en las elecciones a Gore: 'Yo votaré al soso'. Porque no todos los presidentes americanos son iguales, como aquí piensa mucha gente. El que hay ahora es sin duda el peor de los presidentes posibles. Después de todo un año, incluso a aquellos que amamos América, que sabemos apreciar aquellas virtudes que no ven las personas cegadas por un antiamericanismo sectario, nos cuesta trabajo defender a un pueblo que, si bien es activo en algunas acciones ciudadanas, se deja llevar en lo que a política nacional se refiere, y en cuanto a política internacional no se entera, o no se quiere enterar de que el mundo existe.
Dentro de unos días vuelvo a Nueva York. Durante 10 años se ha convertido en mi segunda ciudad. Incluso creo que en algunos lugares de Upper West Side o del Lower East Side he dejado mis pequeñas raíces. Nueva York es la patria de cualquiera. Es muy fácil sentirse en sintonía con el espíritu de la ciudad. Sólo espero que este ambiente enrarecido, hostil con los extranjeros que pretenden entrar en Estados Unidos, no acabe por quebrar su encanto, si es que no ha empezado ya a quebrarse algo. Pero eso qué le importa a Bush si él para acabar con los incendios tala los árboles.
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