Fin de la inocencia, fin de la seducción
Un año después del 11-S Nueva York es una ciudad provinciana donde sus habitantes ya no exhiben la máscara obligada del éxito
Nueva York, zona cero, nunca mejor dicho. El cero es un agujero metafísico que, por cierto, inventaron los árabes. Para ellos el tiempo también es un vacío. Nunca tienen prisa, ni siquiera para la venganza.
En la zona cero de Nueva York se halla el agujero más famoso de la historia, que cada día se ahonda más porque lo excavan miles de cámaras de televisión y de vídeos caseros y lo sorben con una paja a diario los intelectuales, sociólogos, periodistas, psiquiatras, políticos y sacerdotes de todo el mundo con innumerables análisis, reportajes, diagnósticos, augurios y plegarias, tratando de averiguar qué clase de infierno esconde debajo. En la cabecera del Universo también hay un agujero negro que se traga galaxias enteras sin que los astrónomos conozcan a qué es debida tanta hambre. Parece que en este planeta tampoco nadie sabe a ciencia cierta qué parte sustancial de nuestro pasado y de nuestro futuro habrá absorbido el vacío del World Trade Center, espejo del orgullo capitalista que ahora sólo refleja un cero indefinido.
'Ya es hora de que nos sacudamos el muermo, porque la muerte no ayuda nada al comercio'
El atentado del 11-S es un episodio más, lleno de crueldad, entre dos guerras
Aquella profunda superficialidad excitada de los neoyorquinos se ha esfumado
El negocio es la metafísica de Nueva York. Se han analizado todas las posibles consecuencias del atentado del 11 de septiembre, desde el cambio de destino de la humanidad hasta su repercusión en los espasmos estomacales de los niños que presenciaron la tragedia, pero más allá del apocalipsis está la opinión de los tenderos. Uno de ellos, que vende brochas, me dice: 'Nueva York es como un convaleciente de una grave operación que aún no ha recuperado el apetito. Diga que todos lloramos por las víctimas, pero ya es hora de que nos sacudamos el muermo, porque la muerte no ayuda nada al comercio'.
Junto a la zona cero discurre el tramo de Broadway que va de Battery Park a City Hall. A este par de millas de asfalto, bajo el acantilado de los rascacielos de Wall Street, se le conoce como el Cañón de los Héroes, porque es el que recorren con los brazos abiertos y una sonrisa hasta la última muela, soportando 10.000 toneladas de serpentinas, algunos norteamericanos que han realizado una gran hazaña. Por aquí pasaron un día el piloto Lindberg, el general McArthur, el equipo de la NBA, el presidente Kennedy y el astronauta Glenn. Los últimos en darse este baño triunfal hasta alcanzar el orgasmo del tigre fueron los vencedores de la guerra del Golfo contra Sadam Husein. Este demonio habita el antiguo solar del paraíso terrenal; fue derrotado pero no aplastado, y dentro de nada saldrá de nuevo a la pista a bailar otra lluvia de hierros, y ésa será ya la tercera hija de la madre de todas las batallas.
Recuerdo muy bien aquella fiesta militar, en una mañana de junio de 1991, en la que fueron aclamadas miles de banderas norteamericanas, entre veredas de soldados, armamentos y comparsas en medio de una densa cortina de tiques de la Bolsa, entonces otra vez recuperada, que los oficinistas hacían caer sobre los guerreros victoriosos desde los rascacielos de Wall Street. El héroe de aquella parada no fue el general Norman Schwarzkopf, El oso del desierto, sino el misil Patriot que se exhibía asimismo erecto, de color crema, sobre un volquete artillado, como el sexo macho que guarda el espacio de Norteamérica. Una multitud de adolescentes se arañaban las mejillas llorando de histeria igual que ante el máximo divo del rock, mientras ese acero avanzaba por la calzada.
Estos días he desandado el trayecto de los héroes en dirección al boquete de las Torres Gemelas, entre oleadas de gente silenciosa que iba a asomarse al agujero negro para rezar, conmoverse, saciar el morbo o simplemente fisgar, pero hasta el turista más frívolo tenía un aire de peregrino atraído por el vacío. Creo que no se entenderá nada de esta tragedia si no se tiene en cuenta estos dos desfiles, uno altivo, otro cabizbajo, cada uno en sentido contrario. Desde la esquina de Wall Street, por encima de las lápidas del cementerio de San Pablo, se ve el hueco ocupado por el aire podrido que ahora preside una bandera norteamericana, junto a una cruz formada por vigas de hierro, que los escombros han creado espontáneamente. En la fachada de un rascacielos clausurado hay un cartel con este principio moral: 'El espíritu humano no se mide por la grandeza de sus actos, sino por la grandeza del corazón'. Un grupo de recatados neófitos, de espiritualidad lavada con lejía, pertenecientes a la Charity Christian Fellowship, se dirigía a este sumidero de la historia y el que iba al mando del rebaño, un barbudo también traslúcido, me entregó un folleto explicativo titulado Un minuto antes de la muerte, donde se explica, según él, la fortuna que nos espera. Le pregunté cuál era su filosofía. Y me contestó: 'El hombre muere, ¿entonces, qué?'. Entonces, nada, le dije. Lo cierto es que la muerte no le sienta nada bien a Nueva York. No ha prosperado ningún negocio alrededor del siniestro socavón, ni nadie se hará rico vendiendo salchichas y hamburguesas a cargo de las víctimas. La publicidad tampoco acudirá a los espacios de televisión que cubran los actos del primer aniversario de la hecatombe. Esto no es el gran carnaval a la manera funeraria, sino un espacio para la oración. Definitivamente, tienen razón los tenderos.
La esencia de la guerra del Golfo fue su invisibilidad. Pese a que hubo decenas de miles de muertos, muchos de ellos sepultados vivos bajo la arena del desierto, no se exhibió a las cámaras un solo cadáver. El primer bombardeo sobre Bagdad fue definido por un piloto como un árbol de Navidad lleno de luces y cargado de regalos. Por el contrario, el ataque a las Torres Gemelas fue diseñado por los terroristas para ser absolutamente contemplado en directo por todos los telediarios del planeta. La cultura de la imagen es la sangre de Norteamérica. Lo que sembró el desconcierto, antes que el terror, fue el que esta tragedia asumiera la esencia del espectáculo. La realidad puso a Hollywood patas arriba.
A todo esto, nadie sabe en qué hangar dormía el Patriot su sexo mientras los suicidas aéreos sobrevolaban Manhattan. El atentado del 11 de septiembre fue la presentación en sociedad de la última novedad en armamento. A lo largo de la historia del poder, la dialéctica bélica se estableció entre la lanza y la coraza hasta que llegó el arcabuz; después se produjo entre el blindado y la mina anticarro y cuando los soldados se metieron en la trinchera les bajó por el aire el mortero. Entonces nació el búnker de hormigón y éste creó el misil inteligente, que se mete por la aspillera y si dentro no está el general, se dirige a su casa, entra por la puerta de atrás y lo sorprende en la sala de estar viendo la televisión. Y en ese momento histórico se presentó en el catálogo armamentístico el último héroe, el antimisil Patriot, que es el león informatizado que guarda el territorio de forma absoluta. El Patriot lleva órdenes expresas en la tripa de no dejar pasar a nadie por el espacio que no sea un acero reconocido como amigo. Pero la dialéctica bélica no se detuvo. La belleza fálica y la precisión astronómica de esta arma defensiva engendró al suicida que pilota un avión de pasajeros para convertirlo en una bomba que derrumba los dos símbolos del capitalismo mundial y luego la estrella contra el Pentágono donde habita el dios Marte. El kamikaze japonés fue un suicida racional, metódico, organizado dentro de un Ejército. Los terroristas del 11 de septiembre estaban sólo poseídos por una aleación de odio, fanatismo, miseria y un manual de instrucciones. La maldad de los humillados ha hecho síntesis con la técnica.
Nueva York tenía la fascinación de la ciudad que no imitaba a ninguna otra en el mundo porque era el espejo real de todos los sueños posibles. De pronto ha perdido la inocencia, ha sido abandonada por la seducción. Desde la herida del 11 de septiembre se ha convertido en una capital provinciana. Sus habitantes han aprendido a amarse; ya no exhiben la máscara obligada del éxito e incluso parece que caminan más despacio. Todo el mundo ha conocido a un joven que se sentía inmortal, a merced de todas las locuras, al que una desgracia lo convirtió de repente en una persona adulta llena de paranoia y ensombrecida por la humillación. Aquella profunda superficialidad excitada que era característica de los habitantes de Nueva York se ha esfumado, nadie sabe si para siempre. Miles de cámaras observan a la gente por la calle, y en ella reinan ya los mastines, porque tal vez en el mundo se ha instaurado un nuevo principio: a partir del 11 de septiembre de 2001, el terror nos va a igualar a todos, por fin nos reconoceremos hermanos, espías y confidentes. Las autoridades de Norteamérica animan a todos los ciudadanos a que sean el oído y los ojos de la policía para que delaten a cualquier sospechoso, incluyéndose a uno mismo. Ignoro si cambiará con ello el destino de la humanidad. Sólo estoy seguro de que vivir se va a hacer más incómodo, ya que la electrónica ha sustituido a la moral y todo el mundo será al mismo tiempo vigilante y vigilado.
Por lo que a mí respecta, en tres días he sido olisqueado por más de 10 pastores alemanes, tirados de la cadena por chicas de la CIA con pinta de Jodie Foster o sujetados a duras penas por inmensas moles de carne apretada que pertenecen al FBI. En mi hotel se hospedan el presidente de Afganistán, recién nacido de un atentado; el primer ministro japonés, el presidente de Argelia, el de Yugoslavia, y así hasta 15 altos mandatarios abatibles de otros países exóticos que acuden a la apertura de la Asamblea de las Naciones Unidas, con sus respectivos ministros de Asuntos Exteriores, secretarios y guardaespaldas, con sus equipos electrónicos de seguridad capaces de fulminarte sobre la barra del bar vía satélite. Por donde vayas te envuelve una red de miradas, por delante y por detrás, y unos ojos que ceden a otros hasta que pones la cabeza bajo la almohada. Después de abrirme paso por un bosque de músculos en el vestíbulo y en los ascensores me siento capacitado para hacer un estudio del paisaje corporal que forman 1.000 policías secretas dentro de un hotel y en la calle. Son ya un reflejo exacto de la humanidad en sí misma. Los hay altos y gordos como montes, jóvenes, viejos, guapos, feos, elegantes o desastrados, repantigados en los sofás o con el nerviosismo del alcohol en las esquinas; chicas muy bellas, otras con la cara de monjita esmerilada o zarrapastrosas como Frances McDormand, la protagonista embarazada de la película Fargo, pero todos llevan cables enchufados en todos los esfínteres. La voz gangosa de los walkie-talkies se convierte en un paisaje sonoro que llega hasta la intimidad del cuarto de baño. Todas las noches he oído ladrar perros en la habitación de al lado. No hay sensación más fuerte que ese sonido para saber en qué se ha convertido Nueva York después del atentado de las Torres Gemelas.
El alcalde Giuliani había conseguido devolver la tranquilidad a Nueva York al limpiar sus calles de pequeños rateros y delincuentes al por menor mediante su teoría de la tolerancia cero. Otra vez el cero. Mientras en el asfalto no quedaba ya una navaja en acción, por el aire se metieron los suicidas musulmanes por el hueco de ese cero y el resultado fue que las aceras de Nueva York quedaron limpias de delito, pero el mal absoluto llegó por el cielo azul. El primer aniversario del 11 de septiembre se conmemora con múltiples oraciones en las iglesias, con actos de mucha densidad patriótica en las aulas, en los escenarios, en los parques, con velas en las esquinas. Hoy han sonado las campanas de todas las iglesias, todo el país ha tenido en la mente el agujero negro, alrededor del cual los nombres de las víctimas han sido pronunciados uno a uno; ha habido discursos altisonantes y lastimeros y hasta allí han llegado desfiles cívicos y militares desde todos los barrios de la ciudad en sentido contrario al que recorrieron los vencedores de la guerra del Golfo. No ha habido aquí procesiones de disciplinantes por la Quinta Avenida para aplacar la ira de Dios, porque se da el caso de que Dios es norteamericano y en este momento está subastando otra guerra contra el Demonio del Paraíso Terrenal. Pronto empezará el combate. De hecho, ya está llevando los hierros al golfo Pérsico, de modo que toda la gravedad espiritual que se deriva de esta tragedia no será suficiente para aplacarle. Dios sólo bebe petróleo.
El atentado del 11 de septiembre es un episodio más, lleno de crueldad, entre dos guerras. Esta mañana, a la hora en que se produjo el atentado, unos minutos antes de las nueve, Times Square estaba llena de gente entristecida contemplando las grandes pantallas que retransmitían los actos oficiales de la zona cero. Las cámaras de televisión escarbaban los sentimientos de los ciudadanos, muchos de los cuales iban vestidos de bandera norteamericana de abajo arriba hasta el rostro compungido. En las pantallas se veía desfilar a policías empavonados alrededor del cero que se halla en el centro del foso. Probablemente muy pocos recordarían la parada militar victoriosa de la guerra del Golfo, pero sin duda este día de luto es la contrafiesta de aquel triunfo. Una nación es grande y madura cuando empieza a celebrar derrotas. Ahora se prepara otra guerra que tal vez engendrará otra marcha por el Cañón de los Héroes bajo toneladas de serpentinas y luego vendrá otra hecatombe a instaurar el cero. Por una esquina de Times Square asoma la espadaña del Empire State, que de pronto ha recuperado el orgullo de ser el edificio más alto de la ciudad, hazaña que no hubiera alcanzado sin un cataclismo. Por fin Nueva York se ha hecho una persona mayor.
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