Las formas de las reformas
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Los estudiosos de la política económica explican cómo el éxito de las reformas depende no sólo del contenido, sino también de su forma de elaboración. Un ejemplo reciente es el de las críticas de Stiglitz a la arrogancia del FMI. Igualmente, los expertos en regulación saben que el propio contenido de los cambios regulatorios depende de los procedimientos de aprobación. En España tenemos ahora una excelente ocasión para reflexionar sobre los procedimientos de las reformas económicas, ya que la de antes del verano -el decretazo- y la de después del verano -la subida de las tarifas eléctricas- fueron elaboradas con procedimientos muy distintos.
No merece la pena emplear mucho tiempo en subrayar el fracaso en las formas del decretazo. Una reforma con objetivos razonables, como el de no subsidiar a quien encuentre trabajo o que los empresarios no carguen con la tardanza de la justicia, puede fracasar por un error en las formas. La ausencia de diálogo ha llevado a desconocer medidas alternativas para los mismos objetivos o a ignorar problemas que surgirán en su implantación, como la importancia del funcionamiento del Inem. Por otra parte, la ausencia de un mínimo consenso, al suscitar dudas sobre la durabilidad de las medidas, disminuye su eficacia. La supresión de los salarios de tramitación no tendrá el efecto buscado -aumentar la contratación fija por la disminución de los costes de despido- si los empresarios ven probable la revocación de ella debido a su impopularidad.
La reforma eléctrica, como la del desempleo, es una reforma parcial, pero difiere del decretazo en su elaboración. En efecto, la reforma eléctrica que se discute ahora no acomete los problemas de la mal llamada liberalización de 1997, sino que se propone exclusivamente ayudar a unas empresas que están pagando sus aventuras en Latinoamérica y en las telecomunicaciones, pero esta misma parcialidad también es consecuencia del procedimiento. En el caso del sector eléctrico no se puede acusar al Gobierno de falta de diálogo o de no buscar el consenso, pues hasta ahora no ha aprobado ninguna reforma sin acuerdo de las empresas. El problema aquí surge del incumplimiento de todas las normas de un buen procedimiento de regulación: 1) es el Gobierno quien está regulando y no un órgano independiente, 2) no dialoga con el resto de los afectados, sobre todo los consumidores, y 3) negocia en secreto, ni siquiera se facilitan actas de las reuniones.
Lo primero no es muy grave, pues mientras los reguladores independientes españoles sean elegidos sectariamente y no den cuentas no es el peor de los males que el regulador sea el Gobierno, pues al menos responderá de sus actos en las elecciones. Sin embargo, los otros dos fallos formales llevan a que las reformas acaben defendiendo los intereses y privilegios de unos pocos. En efecto, al no discutir las reformas con los consumidores ni con los posibles nuevos competidores nadie puede extrañarse de que las medidas adoptadas beneficien exclusivamente a las empresas establecidas. Por otra parte, el secreto y la falta de transparencia en los contactos, conducta perseguida con graves sanciones en otros países, impide la aportación de alternativas y permite acuerdos vergonzosos. El resultado de esta forma de proceder es que el Estado se rinde ante intereses particulares sin que ello garantice que después, como demostró la pseudoliberalización eléctrica de 1997, las empresas no sufran de la arbitrariedad que promovieron. En los últimos años España ha disfrutado de la última fase expansiva por las reformas del comienzo de la misma. Si queremos volver a disfrutar de la próxima expansión hay que reformar de verdad y acabar con las reformas de mentirijillas cuya inutilidad ya ve el ciudadano. Pero no basta con pasar de las reformas virtuales a las reformas con contenido. Para que las reformas sean duraderas y que no sólo sirvan a intereses particulares hace falta también cambiar las formas.
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