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Columna
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Reglas y liderazgo

La decisión del FMI en 2001 de no girar más dinero a Argentina puso fin a la hipótesis de que había países que, por tamaño o importancia estratégica, podían contar siempre con apoyo internacional. El repetido incumplimiento de los compromisos aceptados por Argentina en sus programas de ajuste justificó la dura decisión, y llenó de satisfacción a quienes venían denunciando la ineficiencia y los 'riesgos morales' de esas macro-operaciones de salvamento.

El FMI subrayó su confianza en la capacidad del resto de países emergentes para evitar el contagio y enfatizó en la necesidad de que el sector privado se involucrase en la solución de las crisis financieras y lanzó el debate sobre una iniciativa para renegociar las deudas soberanas.

Es indispensable un árbitro que, con su prestigio o sus dólares, coordine las decisiones de los distintos agentes

Al inicio, los acontecimientos parecieron validar la nueva línea. El Gobierno argentino situó, al menos oralmente, en el centro de su agenda la consecución de un acuerdo con el FMI y, salvo en Uruguay, no hubo señales de contagio. Después todo se vino abajo. Los países del Mercosur vieron cómo los precios de sus activos se colapsaban, sus tipos de cambio se depreciaban, las agencias de rating rebajaban sus calificaciones y sus perspectivas se deterioraban. De ahí a revisar a la baja los niveles de exposición a países emergentes que se estaba dispuesto a tolerar sólo había un paso..., que el inversor se apresuró a dar al calor de las drásticas, y a veces desafortunadas, declaraciones de protagonistas e instituciones de la arquitectura financiera.

A medida que el capital privado abandonaba la región más urgente era la necesidad de una financiación externa extraordinaria que, paulatinamente, parecía más difícil de obtener a tenor de los nuevos principios y la obcecada negación del contagio. La respuesta del inversor no podía ser otra que persistir en su estrategia de achicamiento, algo que, pese a ser racional individualmente, en términos agregados aumentó la probabilidad de aparición del peor escenario posible: aquél en el que los países perdían porque entraban en dinámicas recesivas evitables, los inversores registraban minusvalías por liquidar activos a precios injustificados por los fundamentales económicos a medio plazo del país y el FMI veía diluido su papel de árbitro y garante de la estabilidad. En suma, se demostró una vez más que la actual arquitectura internacional no puede evitar que, aunque todos sus agentes sigan principios morales y económicos justos, aparezcan situaciones en las que todo el mundo pierde. Lo que en economía se llaman 'malos equilibrios'.

Para evitarlos es indispensable contar con un árbitro indiscutido que, con su prestigio, su capacidad de persuasión moral o sus dólares, coordine las decisiones de los agentes y reduzca el riesgo de la profecía catastrófica que se autocumple. El precio de no tenerlo puede ser indigerible, que es lo que ha ocurrido. A principios de agosto, el FMI anunció que apoya la concesión a Brasil de 30.000 millones de dólares, con lo que tres de los cuatro países de Mercosur tienen ya programas significativos con el FMI. Mi interpretación favorita de este aparente bandazo es que los tres se han ganado el derecho a ser ayudados al comprometerseen aplicar políticas consistentes con el consenso de Washington y sostenibles a medio plazo Pero hay quien discrepa. La línea más dura del laissez-faire ha reaccionado lamentándose de que el pragmatismo haya vuelto a imponerse a los principios, sentenciando que la revolución moral internacional de diciembre ha sido traicionada.

Aceptar una u otra interpretación es relevante.Tras las aparentes idas y venidas de los últimos meses, se corre el riesgo de que lo que ahora se interprete sea que volvemos a tener FMI y dinero, pero que carecemos de modelo. Que, a la hora de la verdad, lo relevante no son los fundamentos, las políticas, los compromisos, sino argumentos ad hoc adoptados en función de los intereses de alguna figura clave de la escena internacional. Si los hechos o las apariencias hiciesen plausible esta interpretación, la única certeza sería que Argentina militaría, como anticipó Borges, en la categoría de los países incorregibles. Pero el resto de países estaría dentro de un gran agujero de incertidumbre del que sólo saldrían cuando la nada o los dólares estuviesen a punto de llegarles. Sabemos que el modelo sin liderazgo no funciona, y deberíamos anticipar que el liderazgo sin reglas tampoco es la solución. Volvamos a lo conocido: liderazgo indiscutido y reglas claras e incuestionables, y dejemos los experimentos y las revoluciones para mejor ocasión.

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