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Columna
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Cataluña, ¿es diferente?

Josep Ramoneda

Fundada o no, corre por España la leyenda de que Cataluña es mucho más comprensiva con ETA y Batasuna que el resto del país. Y que esta comprensión se manifestaría en una opinión mayoritariamente convencida de que el diálogo todavía es la única vía posible para resolver el conflicto. La abstención de los nacionalistas catalanes en la sesión del Congreso en que se pidió al Gobierno que instara la ilegalización de Batasuna refuerza esta idea. El papel de Maragall y del PSC, que con una mano vota la ilegalización y con la otra pide la reforma de la Constitución, genera especial desasosiego en aquellos a los que no gustan los matices y menos en materias tan sensibles. A Pujol se le entiende -aunque su abstención no guste- y se piensa que algún día su papel de ahora será útil, como puente con el PNV. Pero Maragall, en Madrid, siembra mucho desconcierto. En los periódicos catalanes abundan las opiniones reticentes o contrarias a la ilegalización de Batasuna. Las encuestas de opinión dan en Cataluña una mayoría a favor de la ilegalización, pero significativamente menor que en el resto de España.

¿Es verdad que Cataluña es diferente en la relación con ETA y Batasuna? ¿A qué responde esta percepción que hay en el resto de España? ¿Responde a una realidad o es fruto de una fácil amalgama entre nacionalismo vasco y nacionalismo catalán? ¿Hay realmente una percepción distinta del problema o es el imaginario españolista el que la crea al dar por supuesto que alguna corriente especial conecta problema vasco y problema catalán? Diría que hay un poco de todo. Hay fabulación españolista, pero hay también una base de verdad. Y de esto segundo es de lo que querría hablar.

Tengo la impresión de que el mito antifranquista de ETA se hundió definitivamente en Cataluña cuando el atentado de Hipercor. Aquel momento significa lo que podríamos llamar la definitiva ruptura sentimental de aquellos sectores que no habían resuelto todavía su relación con ETA a causa del imaginario de la resistencia. Desde este punto de vista cualquier intento de presentar a algún sector significativo de la sociedad catalana como comprensivo o tolerante con ETA me parece simplemente calumnioso. Otra cosa es sobre lo que representa Batasuna políticamente y sobre el conjunto del problema vasco.

Hay por lo menos cinco factores que explican que la percepción en Cataluña pueda ser distinta. El primero es que tanto en el catalanismo, como en el nacionalismo, como en el independentismo (que son tres cosas distintas) hay sectores que creen de verdad en el discurso de los derechos nacionales y, por tanto, aunque no comparten ni los modos, ni los tiempos ni la oportunidad, aunque partan de análisis muy distintos sobre el papel de una nación en el contexto europeo y en el proceso de globalización, piensan que el País Vasco -como Cataluña- tiene legítimas aspiraciones a la autodeterminación. Es decir, el rechazo inequívoco a los métodos no supone negar una afinidad o simpatía con los fines.

El segundo es que en la cultura nacionalista -en sentido amplio, es decir, la transversalidad que abarca diversos partidos y registros ideológicos-, la aceptación plena del sistema democrático español y la pertenencia a España no significa que no se siga pensando que España es el 'otro', frente al que se define el 'nosotros' catalán -como el vasco- y ante el que éste no ha conseguido la plenitud de sus potencialidades.

El tercero es una relación psicológica muy particular con Euskadi de la que se admira su atrevimiento, para decirlo de un modo eufemístico, que le ha permitido llegar a una situación autonómica muy privilegiada y de la que, al mismo tiempo, se rechaza su conflictividad.

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El cuarto es una cierta autocomplacencia de algunos sectores de opinión catalanes que todavía viven en el mito de Cataluña como más avanzada y civilizada que el resto de España y que piensan que donde los demás ponen confrontación ella es capaz de poner diálogo. Una autoconciencia que tiene la cara oculta en cierto miedo a decir las cosas por su nombre y a afrontar la realidad, que ha dado lugar a la conocida etiqueta del 'oasis catalán'.

Finalmente, el quinto es una cierta comunidad de rechazo al PP y a la persona de Aznar. En Cataluña, a pesar de sus éxitos, Aznar sigue sin entrar. Y, por tanto, cualquier iniciativa por él liderada genera más desconfianza que complicidades. Aun en el supuesto de que las cosas vayan a mejor en Euskadi, costará mucho reconocer que Aznar tenía razón.

Todos estos elementos, en el fondo, se reducen a uno: una conciencia nacional que, a pesar de que nunca ha considerado a los vascos como de la familia, conserva en su imaginario la idea de que los dos países están al mismo lado del problema.

Todo esto puede perfectamente explicar los recelos españoles. Pero no es la cuestión que me parece más relevante sobre la percepción catalana de la cuestión vasca. La cuestión principal, a mi entender, es que la opinión catalana sobre el tema sigue girando en torno a un equívoco o, si se prefiere, a una inversión de calendario: se piensa todavía que es una cuestión de derechos nacionales y de autodeterminación. Y, sin embargo, a día de hoy, éste no es el problema. Un Euskadi independiente, como una Cataluña independiente, en un futuro marco europeo, no me parecen fantasmas que puedan perturbar a ninguna persona sensata, salvo que sea un nacionalista español recalcitrante. El problema es la falta de derechos individuales elementales de, por lo menos, la mitad de la población vasca. Y esto sí que es preocupante y perturbador. E inadmisible en democracia. No es la cuestión nacional, sino la democrática, la que está en juego. Y esta realidad obliga a repensar muchos tópicos. Quizá es el debate que Cataluña tiene pendiente sobre Euskadi (que de paso podría servir para aclarar algunas cosas sobre sí misma).

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