SALMA HAYEK DA VIDA A UNA 'FRIDA' MUERTA
La actriz mexicana ha visto cumplido su sueño. La 59ª Mostra Cinematográfica de Venecia arrancó ayer con la película en la que se parte el alma en su interpretación de la fascinante pintora derrochando convicción.
La pintora mexicana Frida Kahlo, que durante mucho tiempo estuvo aplastada por el peso de la losa de la celebridad de su marido, el gran muralista mexicano Diego Rivera, emergió con fuerza de la sombra de éste en las últimas décadas del siglo XX, con el que casi nació, para morir en 1954, a los 47 años, en medio de los terribles padecimientos que arrastraba desde un gravísimo accidente de tráfico que sufrió en su juventud. Su rostro, duro pero con bellas y delicadas angulaciones llenas de misterio, se ha convertido últimamente en foco de fascinación y en signo distintivo de su obra, que es una combinación muy singular de candor y dureza, un trazo infantil que tira de un mundo interior complejo, torturado y tortuoso.
No hay en la película estadounidense Frida, que anoche inauguró la Mostra, ni rastro de la sensación de verdad que se percibe en el obsesivo narcisismo de esta notable mujer, que hizo de su rostro la materia y el espejo de su pintura introspectiva. La cámara de la directora norteamericana Julie Taymor no atraviesa los profundos y vivos colores que ocultan la oscuridad, cercana a veces a la negrura de los cuadros de Frida Kahlo, y los reduce a colorines, a cosmética de estampita. Es Frida una película blanda sobre una vida dura, sobre un tiempo duro y sobre una secuencia de acontecimientos más que dura, durísima, que la señora Taymor trivializa y acaramela.
Reviven algo la superficialidad del relato y de su puesta en pantalla algunas presencias muy eficaces y abnegadas, sobre todo las de la actriz mexicana Salma Hayek, que se parte el alma derrochando convicción y ganas de hacerlo bien en su composición, físicamente prodigiosa, de la pintora; y de Alfred Molina, que consigue un Diego Rivera también físicamente creíble y muy nítido y preciso como personaje, logrando el actor británico fundir con fuerza la creación y la recreación.
La solvencia de los trabajos de Salma Hayek y Alfred Molina sostienen casi puede decirse que por sí solos el bonito y endeble castillo de naipes organizado por Julie Taymor, que cuenta con un reparto de auténtico lujo, pues alrededor de la columna vertebral del tú a tú entre Salma Hayek y Alfred Molina entran y salen velozmente en la pantalla nada menos que Geoffrey Rush, que hace una pobre, casi penosa, recreación del líder bolchevique Leon Trotski, que en su exilio mexicano fue durante un breve tiempo huésped de Rivera y amante de su mujer; Ashley Judd, que interpreta a la célebre fotógrafa italiana Tina Modotti; Antonio Banderas, que da encanto, ironía y mala uva a su vivaz retrato del pintor David Alfaro Siqueiros; a Edward Norton, que encarna al millonario estadounidense Nelson Rockeffeller; y a Chavela Vargas, a Valeria Golino y más llamadas al glamour y al talento, que este filme inaugural desaprovecha, o que aprovecha como simples reclamos de taquilla.
Comienza así, brillante pero epidérmica, una sobre el papel muy confusa edición de la Mostra veneciana, sobrecargada de proyecciones hasta límites disparatados, pues ha vuelto a desplegar, junto a la competición oficial, otra paralela, titulada Contracorriente, que eleva a casi al medio centenar el número de películas en concurso, lo que hace a este festival físicamente inabarcable para un comentarista. Esto obliga a los críticos y periodistas acreditados a silenciar una parte de las obras seleccionadas, con el consiguiente daño que este silencio supone para la difusión de tales obras.
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