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Columna
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Un caballero

Hay tópicos de periódico, que forman parte de nuestra envoltura social: en las necrologías, el finado era una gran persona, un compañero alegre y confiado, un hombre bueno que nunca tuvo enemigos... ¿Cómo digo yo estos tópicos para una persona que lo era todo y lo era siempre, que jamás hizo un daño sabiendo que lo hacía? No quiero que suene a frase hecha.

Pero Luis Carandell era así. Y todavía tenía mucho de lo que antes se llamaba 'un caballero': sólo que ninguno lo fue como él.

La última vez que le vi tuve una profunda emoción de las que llamaríamos británicas, sin un solo gesto de sorpresa ni de asombro. Entré en la cafetería donde estábamos citados y vi a Carandell como reflejado en uno de los espejos de la calle del Gato, de los que Valle-Inclán citó para hacer sus esperpentos. La enfermedad, la quimioterapia, la radioterapia, habían ido ganando ese rostro jovial y elegante, y antiguo, que me había recordado a veces a Luis Napoleón Bonaparte, o a Gustavo Adolfo Bécquer. Fui saludando primero a otros, cuando llegue a él nos besamos, y entré en la conversación de todos. Jovial, humorista, comentábamos las incidencias de lo que estábamos empezando en ese momento, que era un viaje a la Universidad de Salamanca que daba un homenaje a la revista Triunfo, y Triunfo habíamos sido nosotros -con otros; y hasta algunos ahora lo esconden, porque han ganado los otros-; eran recuerdos sin nostalgia, porque Luis Carandell era un hombre sin nostalgia. Pero con memoria y con anécdotas. Había vivido una historia curiosa. Quizá todos los españoles de estas edades hayamos tenido anécdotas raras, porque la vida fue rara y con la plomada torcida; había sido un niño catalán rico, con palacio rodeado de verjas y un portero que le abría la portada cuando volvía del colegio; su padre fue uno de los catalanes que fueron a Burgos con Franco (lo cual no le evitó, después, la ruina), y Luis era un niño que jugaba en el Espolón con una niña de su edad que se llamaba Carmencita Franco hasta que un día llegó a los periódicos la consigna escrita y sellada que ordenaba que se la llamase señorita Carmen Franco Polo.

Luis se casó con una sefardí suiza de nacimiento, descendiente de un gran hombre huido, el doctor Pulido (desde ayer me estoy acordando todo el tiempo de Eloísa), y tenía una suegra que se sabía el santoral de memoria. Todo lo había hecho suyo: el catalanismo y el castellanismo -como su cuñado, José Agustín Goytisolo, casado con su hermana-: la religión de la infancia, el franquismo en el que había nacido y la sensación de resistencia que había adquirido. Esta manera de estar dentro, dentro de Cataluña sin ser catalanista y dentro de España sin ser españolista, dentro de la izquierda sin ser un izquierdista, rezumando educación y señorío para estar con todos y sin que el dinero fuese ya un signo de la familia, esta manera de ser es la que tuvo con la enfermedad.

Quedamos en vernos; después de la próxima terapia, a tomar unas copas debajo de su casa. Quizá a comer. Le volví a llamar, y me dijo: 'Pero espera un poco, no me llames tú; yo te llamaré'. No hablamos nunca más.

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