'QUIERO INFORMAROS DE QUE MAMÁ ES SEROPOSITIVA'
Suráfrica, el país con mayor número de casos de sida del mundo, tiene 400.000 huérfanos a causa de la enfermedad. Mujeres y niños seropositivos acuden a asociaciones y hospicios, donde aprenden a vivir con el estigma.
Joyce Malope tiene 30 años y es seropositiva. Aunque aún no ha desarrollado la dolencia, la estadística indica que le queda poco de vida. Contrajo el virus en 1994, en una violación, cuando su hija menor, Ellah, tenía apenas dos meses. El marido aireó la mala nueva entre amigos y familiares, y Joyce se sintió rota, doblemente mancillada; trató de suicidarse, primero, y esperó dócil a la muerte después. 'Como pasaba el tiempo y nada sucedía, decidí reaccionar, hacer algo con mi vida, y anuncié en televisión que estaba enferma y que deseaba ayudar a otra gente como yo. Eran años duros: el sida equivalía a vergüenza. Expliqué a mis hijos en qué consistía el mal y les informé de que su mamá tenía VIH. El mayor, Tshepo, que ha cumplido ahora los 14, fue quien peor lo tomó; poco a poco empieza a salir adelante en la escuela. Echa de menos la figura del padre, que nos abandonó al saber que estaba infectada. El temor de los críos es que me vaya antes de que puedan valerse por sí solos'.
Salaminah fue forzada en Suráfrica, donde cada 27 segundos se produce una agresión sexual
Antes de 2020, el sida habrá causado la muerte de 55 millones de personas en el África subsahariana
Joyce ha transformado su existencia en una misión. Cada mañana, a las ocho, acude a Sohaca, una ONG local que lucha contra el estigma social del sida y su propagación en Soweto. Habla por la radio, da conferencias, visita colegios y conversa con la gente. Sus hijas mayores, Nobuhle, de 12 años, y Salaminah, de 10, a menudo la acompañan: se sienten implicadas y explican a otros niños cómo deben comportarse frente a un seropositivo. Salaminah es risueña y muy fuerte. También fue forzada hace dos años. Nada extraordinario en Suráfrica, donde cada 27 segundos se produce una agresión sexual. En esas relaciones criminales a menudo se da el contagio. Ni Salaminah ni los otros hijos de Joyce tienen anticuerpos. Ella vive con las dos mayores en un horno de ocho metros cuadrados, paredes y techos de hojalata, que se construyó en el jardín de unos amigos. Carece de dinero para pagar un alquiler. Tshebo y Ellah duermen junto a la abuela Belice, que cocina pastas para vender en la escuela. 'Con el dinero de las ventas, ayudo a pagarles el colegio', dice.
Las profesoras de Nobuhle, Salaminah y Ellah se han implicado en el combate.
Algunas lucen lazo rojo en la pechera y asisten a compañeros y padres de las niñas en la comprensión de la pandemia que vacía el África negra. 'Hay que saber tratar a una persona con VIH. Algunos chicos y bastantes padres están contaminados, pero lo ignoran y, lo que es peor, no desean saberlo', afirma Chilawane, una de las maestras. Salaminah es habladora. Pregunta dónde está España y si podrá viajar allí algún día. 'A veces habla de la violación que sufrió, pero es un asunto que no ha quebrado su ritmo escolar, parece que superó el trauma; tiene problemas más graves en que pensar', dice Moja, otra de sus profesoras. Si se interroga a Salaminah sobre lo que espera del futuro, exclama veloz: '¡Una vivienda grandísima con una habitación para cada uno!'. Ella y Nobuhle cuidan de Joyce, la obligan a comer tres veces al día, la prohíben el capricho de un vaso de vino y la recuerdan cada una de sus medicinas.
Suráfrica es el país con más seropositivos del mundo, cuatro millones y medio, según los datos oficiales, pero pueden ser ocho, un 40% de la población. 'Sólo las mujeres consienten la prueba durante el embarazo', dice el doctor Ashraf Coovadia, el médico que trató a Nkhosi Johnson, el pequeño que se erigió a los 12 años en un símbolo de la lucha contra el sida. 'Los hombres rechazan hacerse los exámenes y muchos no desean utilizar el condón', dice. El 25% de los pacientes que ingresan en el hospital público Coronation, donde trabaja Coovadia, son seropositivos, y el 60% de los fallecimientos se deben al sida.
Esta enfermedad es el cáncer del África negra que, junto a la tuberculosis y la malaria, devora por dentro un continente. En 2001, ese mal mató a 2,2 millones de personas como Joyce Malope y 3,3 millones más contrajeron el virus. Si en dos décadas, el sida ha causado la muerte de 20 millones, antes de 2020 acabará con 68 millones, 55 en África subsahariana. Once millones de niños son huérfanos y en ocho años, según la UNAIDS, la oficina de la ONU para el sida, la cifra crecerá hasta los 20 millones. Sólo en Suráfrica existen 400.000 que han perdido a uno o a ambos progenitores.
En el hospicio de Cotlands, en Johanesburgo, cuidan de 55 niños menores de seis años, 16 de ellos bebés. Casos perturbadores y crudos: abandonados, maltratados, violados o huérfanos. La mitad están infectados. Esa beneficencia, creada en los años treinta, durante el apartheid, para hijos de madres solteras blancas, mujeres negras como Estela batallan por sacarles adelante, darles una existencia digna y permitir su futura entrega en adopción. En las salas de los bebés, Estela juguetea con unos globos mientras que dos voluntarias dan el biberón a Dawood y Boituneso. Se escuchan lloros y huele a leche infantil. En la habitación contigua, Úrsula maneja las donaciones; vende las que no sirven para Cotlands y organiza el almacén. 'Aceptamos todo, no importa qué. Si nos llega un microondas averiado y no tenemos en el hospicio, lo arreglamos y nos lo quedamos. Si me entregan algo inútil, como esos candelabros, los vendemos y se compran pañales u oxígeno'. Úrsula porta una foto de Kollie de cuando tenía seis años. El chiquillo lleva unas desmedidas gafas de sol. En el anverso está garabateada una dedicatoria. Úrsula se emociona al leerla: 'Mi pequeño', musita. Kollie llegó a Cotlands con dos años y murió de sida hace unos meses.
Koovadia, que sufre las mismas frustraciones -la realidad no siempre nos visita en horario de oficina-, medita la respuesta. ¿No es duro trabajar con niños que van a morir no importa qué tratamiento? 'Muy duro; a veces, sientes que tienes las manos atadas a la espalda, pero, al menos, podemos darles una calidad de vida y alargar su existencia'.
Cada día nacen en Suráfrica 250 niños seropositivos. La política del Gobierno de Thabo Mbeki de cuestionar la relación entre el VIH y el sida, y la negativa a distribuir entre las embarazadas el retroviral Nevirapine, ha malgastado tiempo y costado vidas. Incluso el ex presidente Nelson Mandela, un icono nacional, ha criticado esas decisiones. Ahora que los tribunales forzaron al Ejecutivo a repartir Nevirapine entre las futuras madres, éste ha limitado su aplicación a unos centros pilotos. Coronation es uno de ellos y los resultados son, según Coovadia, espectaculares. Con el retroviral se reduce a la mitad el porcentaje de bebés seropositivos, del 30% al 15%.
Hay cientos de hospicios similares a Cotlands diseminados por Johanesburgo, como el Othamdweni Children Home, donde admiten casos hasta los 18 años y se les enseña un oficio, o el de Winnie's Day Care, para menores de seis: una ringlera de huérfanos durmiendo la siesta tumbados en colchonetas bajo la mirada maternal de Winnie, su hada madrina. Pero el proyecto más innovador es de Nkhosi Heaven (El cielo de Nkhosi), un homenaje a aquel niño que, junto a su madre adoptiva Gail Johnson, pleiteó en los tribunales en 1997 su derecho a acudir a la escuela. Ganó y se transformó en un emblema. Nkhosi murió con 12 años en julio de 2001. Tuvo tiempo de ver inaugurado su primer cielo en la tierra de Johanesburgo. Allí conviven 12 mujeres y 26 niños.
'Admitimos sólo a mujeres seropositivas', afirma Gary Scallan, promotor junto a Gail Johnson. 'Recogemos a las madres y a sus hijos sin importarnos si éstos tienen el virus; les damos tres comidas sanas cada día; les suministramos sus medicinas y garantizamos el cuidado de los hijos cuando ellas falten, porque es lo único que les preocupa: qué pasará después con los críos'. En el centro, las pacientes sanas realizan trabajos cotidianos, limpian la casa, lavan, planchan y preparan la comida. 'Nos faltan fondos para contratar asistentes, pero con este sistema se sienten útiles; pueden llevar una vida normalizada y eso ayuda a conservar su salud'.
El 40% de los niños que duermen en Nkhosi Heaven son seropositivos. Esta institución les abona el colegio, la ropa y el transporte. Carece de ayudas del Estado, pero recibe muchas privadas, algunas del extranjero. 'Compramos una granja cerca de Johanesburgo hace unas semanas; acogeremos en ella a 200 personas. Nuestro propósito es que cultiven alimentos y que gracias a ellos podamos ser autosuficientes y dar de comer a los otros dos centros'. Al lado del único cielo en funcionamiento, los obreros pintan las paredes del segundo. Son dos casas contiguas para duplicar la capacidad de acogida.
En el jardín pasa consulta Heathel. La psicóloga dice que su tarea es explicar a los pequeños que la enfermedad no les convierte en seres especiales, que todo el mundo enferma alguna vez. Su puerta está abierta. 'No les fuerzo, entran cuando quieren. Son niños normales con los problemas normales de los chicos de su edad, pero, a diferencia de los otros, conviven con la muerte; la vida les ha colocado problemas de adulto en plena infancia. A sus años, los niños se sienten inmortales; ellos, no'. 'Vivir juntos les da un sentimiento de pertenecer a una comunidad, la oportunidad de no ser víctimas', añade.
Gail Johnson es blanca; tiene casa en Melville, uno de los barrios elegantes de Johanesburgo, y dedica su energía al proyecto. 'En 1990, un hermano de una amiga falleció de sida; pude vivir de cerca lo que padeció la familia. El caso de Peter cambió mi visión'. Gail creó una residencia para enfermos y en 1991 conoció a Nkhosi, adoptándole un año después. Los médicos le dieron nueve meses de esperanza, pero vivió 11 años y seis meses más. 'Era un niño vivaz y jovial. No buscamos convertirle en un símbolo nacional; él sólo deseaba acudir al colegio, como los otros niños. El Gobierno tenía una política educativa que le excluía. Peleamos en los tribunales para cambiar esa política. En 1997, Nkhosi pudo por fin ir al colegio. Fue una gran victoria'.
En su salón de Melville pulula otro crío. Tiene 17 meses y anda a trompicones. Se llama Thabo y llegó en Navidad. En la primera prueba dio seropositivo; en la segunda, hace siete meses, negativo. 'Una vez adoptamos un bebé, pero murió muy rápido. Nkhosi se deprimió. 'No quiero que acojas nunca más a un niño enfermo', me dijo. Él tenía conciencia de su situación. Una vez me formuló una pregunta difícil: 'Mamá; ¿todo el mundo que tiene sida va a morir?'. Fui muy sincera y le expliqué que el sida era invencible. Sus últimos meses fueron duros. Ya no era el Nkhosi que había conocido. Pasaba horas en la cama y no hablaba'.
El centro de Gail Johnson ha abonado el colegio de las hijas de Joyce Malope. Este fin de semana, la mayor, Nobuhle, tiene que hablar a los niños de El cielo de Nkhosi sobre el sida. Ha preparado, con letra abigarrada, un discurso de dos folios que me lee en perfecto inglés. A veces pierde la línea y se ayuda con el índice. Una de sus frases reza: 'La paz es nuestro alimento de vida'. A su vera, Salaminah esboza una sonrisa descomunal y aplaude: 'Lo ha escrito sin ayuda', grita. Liberadas del periodista, huyen hacia el patio y abrazan a Joyce. A lo lejos, la abuela Belice vende sus pasteles. Cada golosina le parece una inversión en el futuro de sus nietas. El coche se aleja; se apagan los ecos, pero quedan los dibujos de su casa de ocho metros cuadrados rodeados de hojalata y las voces multiplicadas: 'Aquí está la cama de mi madre, allí el armario donde guardamos la ropa, y la cocinita'. En la radio se escucha Send me, la canción del surafricano Hugh Masekela: 'Quiero estar ahí cuando la gente gane la batalla a la pobreza; quiero estar ahí cuando la gente gane la batalla al sida'.
Mañana comienza la serie Argentina, estampas de una crisis, con el reportaje Cartoneros y cirujas en la noche de Buenos Aires.
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