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Columna
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Ventajas de llevar pañuelo

Érase una vez un cine de barrio que, de pronto, fue ascendido a sede de la Filmoteca durante un par o tres de temporadas. Se llamaba cine Pedró y se encontraba en la calle de la Cera, en pleno barrio del Raval, no muy lejos de la desaparecida pizzería anarquista La Rivolta, cuyas pizzas, contra todo pronóstico, no se llamaban Utopía, Fourier ni Bakunin, ni se distinguían de las que uno podía encontrar en cualquier otro local. Huelga decir que si es usted menor de 20 años, es inútil que se estruje las meninges tratando de recordar estos santos lugares. Usted nunca pudo estar ahí por la sencilla razón de que, o bien no había nacido, o bien todavía contribuía a la expansión de la industria del pañal, el chupete o las chuches.

De los cines que hace 20 años daban programa doble el único que queda es el Maldà
El Macba permitió comprender que lo reolucionario era entrar en los museos

Eran otros tiempos. Para ser modernos y enrollados, íbamos más o menos igual de zarrapastrosos que ahora, pero en vez de enseñar las bragas o los calzoncillos, era preceptivo el uso de foulards, en general largos y, preferentemente, fabricados en la India o encontrados en el baúl de la abuela o en algún mercadillo parisiense de segunda mano. Por fortuna, la primera vez que fui a ver una peli al cine Pedró iba yo provista de uno de esos benditos foulards y ya nunca dejé de llevarlo cuando acudía a esa sala. Ya sé que desde la tragicómica muerte de Isadora Duncan los foulards tienen fama de traicioneros y homicidas, pero a mí me salvaron la vida. ¿Qué habría sido de mí, al entrar por primera vez en el cine Pedró, donde la sala de proyecciones echaba un pestazo inenarrable, mezcla de aroma a cuesco reconcentrado, olor a pies añejo y esperma rancio, si no hubiera podido echar mano de mi pañuelo y taparme con él la nariz, como quien se pone una mascarilla de oxígeno, mientras duró la proyección? No me cabe la menor duda de que habría muerto en el acto, gaseada por los efluvios tóxicos.

¿Se acuerdan del cine Céntrico, aquel simpático homólogo del cine Pedró sito en la calle de Peu de la Creu y mucho menos maloliente que su primo hermano? El Céntrico nunca fue la sede de la Filmoteca, sino una de esas salas de Arte y Ensayo que florecieron en aquella época de voraz militancia cultural, cuando nada era susceptible de empañar nuestra creencia de que la cultura nos haría mejores y era de mal tono salir a pasear sin un libro en la mano. De todas aquellas salas que hace 20 años echaban programación doble la única que queda aún en pie es el cine Maldà. El Céntrico fue el primero que cayó entre fragor de cascotes, y en su lugar se alza hoy la sede del Grup 62. Donde el cine Pedró, que no tardó en sucumbir bajo la piqueta, se levanta un edificio de reciente construcción firmado por Núñez y Navarro, de profesión sus esquinas (aunque en este caso no se trate de una esquina). Y de la misma manera que es difícil sentir nostalgia por una sala tan apestosa como la del Pedró, si el edificio de Núñez y Navarro se desplomase no es del todo insensato conjeturar que los únicos que llorarían serían los de la compañía aseguradora.

A muy pocos metros de donde se hallaba el cine Céntrico se alza desde 1996 la imponente mole blanca del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba). Confieso que durante su construcción y durante la larga secuencia de encendidas polémicas acerca de lo que debían albergar aquellos muros, cometí pecado de escepticismo. Por un lado, me preguntaba qué puñetas iban a meter en aquel edificio tan suntuoso habida cuenta de que las instituciones de esta ciudad y de este país nunca habían comprado arte. Además, en aquella época vivía desgarrada por una terrible contradicción: imbuida del espíritu de los surrealistas y los dadaístas, creía que lo mejor que se podía hacer con los museos, entendidos como símbolos del arte burgués, era atentar contra ellos y, en cambio, disfrutaba de lo lindo visitándolos, sobre todo en el extranjero, ya que por estos pagos pocos había. Me ayudó a resolver en parte la contradicción un artículo publicado en este mismo diario, donde Ignacio Vidal-Folch sostenía que, en este país, donde hasta ahora hemos tenido tan crudo el acceso al arte contemporáneo, lo realmente revolucionario era entrar en los museos.

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El Macba nos ha permitido disfrutar de exposiciones como Acció i performance, que nos acercó a la obra de gente tan controvertida e inédita aquí como el austriaco Hermann Nitsch y el resto de los accionistas vieneses. Hemos tenido el privilegio de ver los dibujos y las películas del sudafricano William Kentridge, la exposición del material cedido al Macba por el Grup de Treball o la primera muestra en España de la obra punk de Raymond Pettibon. Pero, más allá de nombres e inventarios, lo que cuenta es que el Macba ha conseguido crear un nuevo modelo de museo, en los antípodas tanto del museo decimonónico concebido como acumulación de objetos como del museo entendido como fábrica de entretenimiento. 'Un museo tiene que dar las herramientas para entender el mundo', es el sencillo y sensato credo de Manuel Borja-Villel, su director. 'El mundo de la cultura será cada vez más un mundo de múltiples minorías y el papel de un museo como el Macba es articular esas distintas minorías y crear un espacio público de discusión'.

Felicitémonos, pues, ciudadanos, por ese espacio público ganado.

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