Camareros
Veo en la tele que una cadena de restaurantes de Marbella tiene que buscar sus camareros en Iberoamérica. Les pagan mil euros al mes, más las propinas, el vuelo, las comidas y el alojamiento. Es evidente que el decretazo no ha servido de mucho: las últimas estadísticas dicen que en el pasado mes de junio había 895.342 andaluces inscritos en el Inem. De ellos, 355.589 demandaban un empleo en el sector servicios; 60.065 eran malagueños. Pues bien, ni el decretazo ni el Inem han logrado casar estas demandas con las correspondientes ofertas de empleo. Que a la principal industria andaluza le falte mano de obra habiendo casi 900.000 parados inscritos en el Inem debería de ser motivo de reflexión. No parece que hayan servido de mucho los 1.328 millones de euros que la Junta destina cada año a concertación social y que, teóricamente, tienen por principales finalidades la formación y la lucha contra el paro.
El encargado de los restaurantes marbellíes dice en la tele algo que se escucha mucho por la Costa del Sol: el problema es que 'nadie quiere servir de camarero'. El verbo es revelador. Se dice servir y no trabajar y se despiertan de pronto viejos resabios de hidalgos holgazanes y recelos de obsoletas castas. Ya se sabe: el trabajo es siempre indigno, pero especialmente cuando obliga a servir a los demás y entre los demás se encuentran otros que también sirven. Ya lo dice el hidalgo refrán: 'Ni mandes a quien mandó, ni sirvas a quien sirvió'.
Cuando veo esta noticia en la tele, acabo de regresar de Alemania, en donde he estado visitando a unos amigos. Como todos los veranos, los hijos de mis amigos -profesores, profesionales con economías bastante desahogadas...- aprovechan para trabajar y financiarse estudios o viajes. Salimos a cenar: el hijo de uno de mis amigos no viene porque a esa hora sirve en la terraza de un bar; la hija de otro amigo -16 años- se despide al final del segundo plato, al día siguiente tiene que levantarse a las cinco para acudir a su trabajo como auxiliar de clínica.
Es lo normal en Europa o en Norteamérica. Allí las becas son abundantes y generosas, pero, además, los estudiantes suelen trabajar en su tiempo libre para financiarse el resto de los gastos. Es por eso -y no sólo porque haya mayor oferta en alquileres- por lo que lo normal es que un alemán abandone la casa de sus padres a partir de los 18 años y no pasados los 32, como sucede aquí.
La temprana incorporación al trabajo de los europeos y norteamericanos les familiariza tempranamente con el mundo laboral, aún cuando prosigan su formación hasta llegar casi a la treintena. Es lo normal: no tienen complejo de hidalgo que alimentar. El trabajo para ellos puede que sea aún un castigo divino, pero no es, en ningún caso, una deshonra.
Por aquí los poderes públicos miman muy poco a los jóvenes. La cantidad y el importe de las becas españolas son ridículos. Lo eran cuando gobernaba el PSOE y lo son, mucho más, gracias al PP. Pero, para compensar, tenemos los padres más protectores del mundo: confunden la inhibición con la tolerancia y, por pobres que sean, prefieren pagar a educar. Probablemente, esta confusión haya empezado ya a pasarnos factura.
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