El teléfono en fiestas
Incluso las llamadas telefónicas, durante la Aste Nagusia, tienen un aire distinto, como si una perpetua vigilia permitiera llamar a cualquier hora, en la seguridad de que el receptor de la llamada se encuentra siempre disponible. Claro que la disponibilidad humana no escapa a las leyes biológicas: si uno vive estos días por la noche no parece piadoso llamarle al mediodía, y si uno a pesar de todo se acuesta a horas razonables llamarle de madrugada es una verdadera crueldad. El que escribe, curiosamente, ha llegado este año a un extraño equilibrio al respecto. Quizás porque no se está acostando a las cinco de la madrugada, pero tampoco a las once de la noche. No se trata de un pacto con la realidad, sino de un mero accidente, pero lo cierto es que, al final, uno llega a la extraña conclusión de que sí, de que estar disponible al teléfono, a cualquier hora de la Aste Nagusia, se está convirtiendo en una realidad.
Ayer (por anteayer) sin ir más lejos, una cálida cena en pareja, en un renombrado restaurante de Bilbao concluyó con cafetito y copa en la alta terraza del Museo de Bellas Artes (marco incomparable donde los haya, ya que uno parece habitar en las copas de los árboles del parque), y el que escribe hizo uso de su móvil, con la extraña obstinación de seguir los pasos de amigos y familiares, que habían escogido otros derroteros a la hora de seguir la fiesta. De ese modo, los partes informativos se sucedieron sin parar, desde calles atestadas de gente, o desde no menos atestados restaurantes donde los informantes declaraban engullir una ración de gambas a la espera de un enorme chuletón. Sólo los asistentes al teatro, como es lógico, no pudieron echar mano a su móvil para confesar dónde estaban. La noche se transformó en una divertida relación de datos, entresacados del conjunto de la ciudad, como si uno contara con una constelación de espías que recorrieran la fiesta para informar sobre la temperatura del jolgorio en uno u otro punto del mapa.
Pero como el que escribe sigue siendo bueno, la noche le atrapó en la cama no más tarde de las dos, de modo que comprobó cómo a la mañana siguiente las llamadas, esta vez de los más madrugadores, se sucedían sin parar, y allí estaba uno también, para contestar lo que hiciera falta. Fue tomar conciencia de que en la Aste Nagusia también se trabaja, y no sólo en el atareado mundo de la hostelería, donde cualquier jornada laboral es un verdadero sacrificio, sino también, y quizás sobre todo, en los medios de comunicación. Los periodistas son también mártires de la fiesta, obligados a narrarla minuciosamente mientras que otros disfrutan de ella.
El prodigio de mi disponibilidad telefónica supuso que dos buenos amigos, Carlos Bacigalupe y Arantza Lezamiz, me involucraran en distintas iniciativas radiofónicas, ambas vinculadas con las fiestas, pero que, irremediablemente, también constituyen una forma de trabajo. Al final los periodistas trabajan (trabajamos) bastante a lo largo y ancho de la Semana Grande. El que escribe respondió a las llamadas telefónicas pertinentes y no dudó en prestar voz y pluma a las propuestas de sus amigos, ello sin contar con la diaria redacción de esta columna, que mediatiza también la farra de la noche anterior, ante la necesidad de encontrarse bien por la mañana.
Lo cierto es que uno estuvo siempre operativo al teléfono. Y eso, como periodista, se paga largamente durante estos días festivos.
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