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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Violencia marginal

La muerte de un joven toxicómano a manos de la Guardia Civil cuando se disponía a atracar un estanco en Sevilla ha provocado que grupos de amigos del fallecido o compañeros de barrio se dediquen durante tres noches a quemar contenedores, cubos de basura y automóviles y a apedrear sucursales bancarias sin que hayan faltado ataques a policías y bomberos. Reacciones de protesta de esta índole resultan inaceptables: no ayudan a aclarar los hechos y sirven exclusivamente para aumentar la tensión ciudadana.

Urge en primer lugar aclarar las circunstancias de la muerte del joven atracador y si los agentes se excedieron en el uso de sus armas. En estos sucesos lamentables queda casi siempre la duda de si las fuerzas de seguridad actúan con la proporcionalidad y profesionalidad exigibles. Pero mientras que el juez que instruye el caso no profundice en su investigación y se conozcan los detalles del informe del forense, poco puede avanzarse en esta dirección. En todo caso, no se comprende que las autoridades gubernativas no adoptaran medidas preventivas ante posibles reacciones y hayan dejado un barrio sevillano en manos de pandillas dedicadas al deporte de destrozarlo. El delegado del Gobierno sigue mudo pasadas 72 horas de la muerte del joven y después de reiterados destrozos callejeros.

En otro orden de cosas, ¿cómo es posible que la policía y la Guardia Civil se muestren incapaces de localizar y detener a los jóvenes que acompañaban al fallecido en el atraco, aunque aseguran que ya los han identificado? No estamos hablando de peligrosos y experimentados delincuentes, sino de una cuadrilla, la mayoría menores de edad, que se mueve en ciclomotores y pretende ganarse la vida con el trapicheo de hachís o atracando al tendero de la esquina. Lo más apremiante, en cualquier caso, es imponer la paz en un lugar donde la policía parece que ni se atreve a entrar. Las administraciones públicas deben preocuparse de que los barrios marginales -los hay en muchas ciudades de España- no se conviertan en islotes de paro y violencia donde se mueven libremente los pequeños delincuentes.

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