ASISTENTA SE DICE 'SPRZATACZKA' (PRONÚNCIESE SONTACHKA)
Traducen su nombre, buscan trabajo y casi siempre lo encuentran en el mismo ramo, la limpieza. Son las mujeres polacas de Alcalá de Henares, la Varsovia madrileña. Ingenieras y bachilleres que, bayeta en mano, sueñan con un futuro mejor
Sprzatac: hacer la limpieza. Se pronuncia 'sontach' y es la palabra talismán. El primer verbo que han aprendido -y el que más conjugan- cientos de mujeres polacas de Alcalá de Henares (Madrid). Desde que empezaron a llegar a finales de los años ochenta, sprzatac les abre la puerta del trabajo. Pero cierra otras: es un agujero sin salida para muchas. Como para Marianna Gerc: su título de economista duerme en un cajón. Mientras, limpia seis casas y un bar. Al principio se le saltaban las lágrimas. Ahora, no. O casi.
Cada mañana a las 8.00, Marianna sale a tomar el autobús o el tren hacia la capital. En las paradas aguardan otras mujeres de rasgos eslavos que hispanizan su nombre para facilitar la labor: Malgorzata se presenta como Margarita. También hay hombres que esperan. El sexo marca el destino. Ellas van a limpiar casas más lujosas que la suya. Ellos, a construirlas.
'Cuesta, y cuesta mucho, servir a quien tiene mucha menos educación que uno', dice Marianna
La limpieza, donde es fácil trabajar sin hablar español, se ha convertido en 'un agujero sin salida'
La bayeta o el andamio. Con ambos, los polacos han logrado que su pasaporte sea sinónimo de laboriosidad. Creen que esa fama, hecha de sudor, les ha ayudado a integrarse en España, donde su colonia estable supera las 60.000 personas (una quinta parte con papeles en regla), calcula el cónsul, Zbigniew Adamczyk. Alcalá es su Varsovia. En la cuna de Cervantes vive la colonia mayor: 1.818 empadronados, casi el 1% de la población. Pero la realidad duplica con creces esa cifra.
Con o sin papeles, la nacionalidad es su mejor tarjeta de presentación. 'Soy polaca. Me llamo Ana. Busco trabajo. Soy católica'. Con esas cuatro frases, Anna Violeta Jurczak, una de las pioneras del Alcalá de Henares varsoviano, empezó a abrirse camino en enero de 1989. Tenía 25 años y muchas ganas de prosperar. De Madrid le sorprendieron el sol y la basura callejera. En Polonia dejaba plantados un novio, un buen trabajo y un régimen comunista agonizante. Nadie se extrañó: emigrar es normal en un país con 38,7 millones de habitantes censados y otros 10 millones de nacionales y oriundos repartidos por el planeta.
'Una amiga que estaba en Italia me dijo que se abría España. Me vine con la intención de seguir a Canadá', relata Anna. Como los compatriotas que empezaban a llegar, recaló en Alcalá, donde ya había un primer polaco. Ofrecía dos ventajas: alquileres asequibles en pisos compartidos y proximidad a las embajadas de Estados Unidos y Canadá donde pedir el visado. ¿Qué eran 30 kilómetros después de haber recorrido 3.000?
Los polacos, gente bien formada (buena parte, universitarios) se instalaban donde miles de inmigrantes españoles lo habían hecho antes. Entre 1960 y 1980, al socaire del desarrollismo, la población alcalaína se había multiplicado por siete. 'Ser una ciudad de inmigrantes nos ha ayudado a comprenderles', reflexiona el alcalde, Manuel Peinado (PSOE). Ahora uno de cada cuatro alumnos de los colegios públicos es hijo de extranjeros, detalla.
Anna logró el estatuto de refugiada por venir de un régimen comunista -una ayuda de 31.060 pesetas mensuales que pronto se truncó- y paseó su estribillo hasta encontrar trabajo: sprzatac, por supuesto. Y en eso sigue por algo más de 600 euros al mes con Seguridad Social. Ha descartado ir a Canadá: 'No quería tener que volver a empezar de cero'. Otros paisanos sí han seguido camino: en 1996 había el doble de polacos empadronados en Alcalá.
Los años han pasado y Anna lleva 13 donde sólo esperaba permanecer 'tres meses', en un país que antes 'sólo conocía por Don Quijote'. Está bastante contenta. Esta mujer que no acabó la universidad ve una ventaja en su empleo de limpiadora: 'Deja mucha libertad'. Más miedo tiene al de su marido, a quien conoció en Alcalá. Él ha montado una de las pequeñas empresas de albañilería y pintura en manos polacas que proliferan en la localidad. 'Lo malo es que nunca sé cuánto va a ganar cada mes', apunta ella. El matrimonio tiene una hija de cinco años 'mitad española, mitad polaca'. En su vivienda pública de alquiler (casi un privilegio), Anna combate la nostalgia con la antena parabólica. Cuando puede viaja a Polonia. No sabe dónde envejecerá.
Eso se pregunta a veces Marianna Gerc.
-Mire mis manos, dice esta mujer de 47 años.
Son manos encallecidas por hasta diez horas de trabajo diario con odkurzack (el aspirador), miotla (la escoba) y mydio (el jabón). Dedos que llevan mucho tiempo sin hacer la tarea propia de una economista. 'No he intentado convalidar el título porque pensaba que volvería a Polonia el año que viene', relata. Ya han pasado 10 y Marianna, casada y con tres hijos, tiene un nieto español.
'Cuesta, cuesta y cuesta mucho, servir a quien tiene mucha menos educación que uno', dice. 'El primer año lloraba y trabajaba a la vez. Lo peor era limpiar los zapatos ajenos. La señora se dio cuenta y no me lo mandó más'. Marianna ya no trabaja con los ojos húmedos, pero mantiene la añoranza de su antigua profesión. 'Por fuera me da lo mismo, pero por dentro me sigue fastidiando'.
A Barbara Kurasz nunca se le han saltado las lágrimas por el trabajo, pero entiende que ocurra. Esta ingeniera industrial de 42 años se gana la vida como asistenta desde que hace 13 se escapó en el Museo del Prado de un viaje turístico. En este tiempo ha hecho 'una carrera de sociología práctica' -'si veo a un tipo con corbata sé el pijama que usa y cómo es el baño de su casa'-, pero no ha logrado ejercer la suya. Con el título convalidado y seis años de experiencia en un combinado metalúrgico polaco, buscó trabajo en Asturias. 'Allí me advirtieron que para las mujeres con mi cualificación era muy difícil encontrar un puesto'. Nie: no lo hubo.
'Los hombres lo han tenido más fácil que nosotras. Ellos empezaban como peones, pero luego aprendían un oficio que les permite establecerse por su cuenta. A las mujeres nos perjudica el tipo de trabajo a que tenemos acceso', señala Barbara, quien preside Águila Blanca, la asociación polaca de Alcalá. Esta mujer soltera ha intentado, sin éxito, hacer cursos de reciclaje profesional. Las clases privadas eran demasiado caras para su bolsillo. Le negaron el acceso a la formación pública del INEM por estar reservada a los parados. Y ella no podía quedarse en paro. 'Las asistentas no tenemos derecho al subsidio de desempleo', dice.
'Lo único que yo puedo hacer es trabajar más horas de lo mismo. Alguna vez me han dicho que monte una agencia de limpieza, pero me parece inmoral cobrar por proporcionar trabajo', asegura la ingeniera. La llegada de nuevos inmigrantes -rumanos y colombianos ya superan a los polacos en Alcalá- estanca el precio por hora que cobra una sprzataczka (pronúnciese sontachka), una limpiadora polaca.
Barbara mantiene el optimismo, pero ya no sueña. Rechaza sentirse parte de la generación perdida, papel que, en cualquier lugar, suele corresponder a la primera generación de inmigrantes. Entre las polacas más jóvenes hay quien, como Malgorzata Jurczak, logra trabajar y estudiar con miras al sector turístico. Cuenta con el apoyo de una familia que llegó antes que ella.
La limpieza, donde resulta fácil encontrar empleo sin hablar español, se ha convertido en 'un agujero sin salida para las mujeres', sentencia Janina Regula, una de las pocas que ha logrado abandonarlo. Desde hace seis años esta ingeniera agrónoma trabaja en Cáritas. Su caso es la excepción que confirma la regla. 'Como las asistentas carecen de derecho a paro, no pueden acceder a cursos de formación. Tampoco pueden dejar de trabajar, porque si no pagan la Seguridad Social pierden el permiso de trabajo', insiste. Un laberinto digno de Ariadna, pero sin Teseos que cambien la normativa. 'Es una pena que España desaproveche nuestra formación', lamenta esta madre de familia de 40 años.
Del laberinto intenta salir Anna Kepa: diez años de sprzatac y una hernia de disco a la espalda. 'Espero abrir muy pronto un bar con comida polaca con un socio español. Sería el primero de Alcalá', dice con dinamismo esta mujer separada de 41 años. De momento sigue limpiando un mínimo de ocho horas diarias. Tiene que sacar adelante a sus dos hijos sola. '¿Por qué en España no se hace como en Polonia? Allí, los padres que no pagan la pensión de sus hijos van derechos a la cárcel', inquiere.
La misma queja plantea Malgorzata Bondarczuk, una contable de 35 años. En Alcalá se separó de su marido polaco. 'Me quedé sola con una niña de seis años. Pensé: tengo las manos, tengo salud. Pedí dinero prestado para alquilar un piso donde luego arrendé una habitación a dos polacos. Fue muy duro, pero las familias españolas con las que trabajaba me ayudaron mucho', recuerda. Está a punto de casarse con un español, con el que tiene una hija de tres años. Como otras muchas mujeres, ha dejado de trabajar hasta que la pequeña vaya al colegio. Será en septiembre. 'Entonces buscaré empleo otra vez. Me gustaría que fuera en una fábrica'. También ella quiere dejar en el olvido el sprzatac.
Al caer la tarde, las Annas, Malgorzatas o Barbaras regresan a casa. Vuelven cansadas, muchas pensando en qué cena harán. Mañana será otro día, casi siempre igual que hoy. La rutina se quiebra hacia el fin de semana. El viernes llegan las novedades: una página de noticias en polaco en el Diario de Alcalá, preparada por Águila Blanca. Le faltan algunos signos de puntuación sobre las letras específicas de ese idioma, pero no importa. Los sábados, clase para los niños en el 'colegio polaco'. Es el centro público Miguel Hernández, donde más de 70 pequeños aprenden lengua, historia y literatura de su país de origen durante el curso lectivo. Esta iniciativa de la asociación es un elemento vertebrador y un punto de encuentro para la colonia.
El domingo, la cita es en la iglesia (Polonia es uno de los países más católicos del mundo). Como la de Santa Lucía se ha quedado pequeña, también hay misa polaca en la de San Bartolomé. A las 10.30 está repleta de fieles, la mayoría por debajo de los 45 años. La ceremonia es pródiga en cánticos. Si alguien desconoce la letra puede leerla en una pantalla a la derecha del altar que ocupa el padre Krzysztof, uno de los dos capellanes que intentan proporcionar 'el apoyo moral que necesitan los emigrantes'. El final de la homilía es el momento de comunicar noticias importantes para la colonia. Pero hoy no es el caso.
Zbigniew, el marido de Monika, ha leído la epístola. Ya en el atrio, con los dos niños pequeños de la mano, la pareja se confiesa a gusto en España, aunque no se convalide el carné de conducir polaco y de vez en cuanto el hombre tenga que oír 'que algún español que fue emigrante me diga: 'si no te gusta vete a tu país'. 'La prioridad es sacar adelante a nuestros hijos. Claro que nos gustaría volver a Polonia, pero todo dependerá de que mejore la situación allí', afirma Monika. La gran esperanza, la entrada en la Unión Europea, prevista para 2004, amenaza con retrasarse.
Mientras la familia abandona la iglesia, a más de 40 kilómetros se celebra otra ceremonia. dominical. Junto a la estación de metro de Aluche, en la periferia de Madrid, aparcan decenas de furgonetas. La mayoría llegan desde Polonia -y más recientemente también de Ucrania-. De estos vehículos donde se venden bienes de la patria lejana bajan, tras dos días y medio de viaje por 260 euros, nuevas candidatas a la prosperidad. Alguna irá a Alcalá, lista para sprzatac. Lista para repetir el estribillo: 'Soy polaca. Me llamo Ana. Busco trabajo'.
Mañana: De Pakistán a Barcelona sin salir de casa.
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