_
_
_
_
_
Reportaje:

En la casa del asesino

Mónica, una ecuatoriana, se enteró anoche de que compartía piso con un sicario

Una mujer camina por la calle a oscuras. Se llama Mónica, tiene 21 años y un hijo de cuatro. Hace dos años que llegó a Madrid. Dejó Ecuador porque allí no había ni trabajo ni futuro y le dijeron que aquí, más mal que bien, la que busca y se conforma siempre encuentra una casa que limpiar o un anciano al que cuidar. Así fue como Mónica fue reuniendo uno a uno los dólares suficientes para traerse primero a su hijo y luego a Patricio, su marido. Ahora están todos aquí y, aunque son las diez de la noche, lleva trabajando desde bien temprano y la calle está casi a oscuras, a Mónica se la ve contenta, bien vestida, guapa. A punto está de llegar al número 18 de la calle de Francisco de Madariaga. Hace casi cuatro meses que vive aquí. Fue el 22 de abril cuando se encontró un anunció pegado en la parada del autobús: 'Se alquila cuarto'. Telefoneó y conoció a John Danilo Porras, un hombre joven que le ofreció una habitación por 45.000 pesetas al mes y 30.000 de fianza. Se trataba de un abuso a todas luces, uno más, pero Mónica aceptó y dice ahora, parada ante el portal de su calle a oscuras, que no le fue mal, que todo lo más alguna noche tuvo que reconvenir a sus compañeros de piso para que bajaran el volumen de los vallenatos.

-Pero, ¿por qué ustedes me preguntan todo esto?

-Porque esta mañana, uno de sus compañeros de piso ha matado a un policía.

Ya Mónica sube los tres pisos sin ascensor. La policía no ha precintado el tercero izquierda. Mónica entra, Patricio la coge suavemente por los hombros. El único ruido que se escucha es el del aire acondicionado. Enciende la luz y lo que observa le arranca la primera lágrima. Luego llorará más. Su habitación está a la izquierda. Todo está revuelto. En dos horas de registro, la policía no se ha olvidado de nada. Un tarro de azúcar está derramado sobre el fregadero, junto a unos guantes blancos de látex y un plato de carne a medio terminar que ya será para las hormigas. La mujer segura del portal se va achicando cada vez más, y ahora llora desconsolada junto al retrato de su hijo. Es lo único que le interesa de su casa profanada. Lo rescata y se lo lleva a la escalera. No quiere estar más allí. 'No los conocía de nada', jura, 'me alquilaron la casa y sólo los veía por la mañana, ellos se acostaban cuando yo me iba a trabajar. No, no sé en qué trabajaban, no soy mujer de preguntar'.

Mónica no sabe siquiera con exactitud cuántas personas más viven en su piso. Ni por supuesto que, entre John Danilo y Carlos Arturo, los dos sicarios, reunían tres pistolas y una decena de teléfonos móviles. Ya son las once cuando otra mujer aparece por la puerta. Se llama Liliana, tiene 28 años y tampoco sabe nada de lo que ha pasado allí. Su impresión es aún más fuerte. Al mismo tiempo se entera de que su Carlos Arturo ha matado a un policía y ahora agoniza en la cama de un hospital de esta ciudad a la que él llegó hace 15 días, quizás ya con el encargo que le acarreó la muerte. Ahora es Liliana la que llora en un rincón de la casa patas arriba, triste, muy triste, pero ni siquiera sorprendida.

Junto a la cama de John hay una estampa plastificada de San Onofre. Todo sicario tiene su patrón.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_