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Columna
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Dieciocho pinceles baleares

Con la llegada del verano, la mayoría de las galerías de Bilbao dan por concluida la temporada. Mientras alguna cierra sus puertas, otras montan exposiciones colectivas con obras de aquellos artistas que pasaron a lo largo de la temporada por sus establecimientos. En estos casos se crea la ocasión de poder contemplar, siquiera en pequeñas dosis, la obra de determinados autores que a más de un aficionado u ocasional coleccionista les fue imposible ver en su momento.

No es el caso de la galería de arte Juan Manuel Lumbreras (Henao, 3), puesto que ha organizado, bajo el título Espacios para el diálogo, una exposición de 18 artistas baleares nacidos en torno a los años cincuenta. Dos de ellos, Luis Maraver y José Luis Tudanca, nacieron en Andalucía y Cantabria, respectivamente, aunque se hicieron pintores en Mallorca. Otros dos, los hermanos gemelos Fernando y Vicente Roscubas, nacieron en Palma de Mallorca, si bien están considerados como artistas vascos, pues aquí viven y trabajan desde hace muchísimos años. El resto son mallorquines; no obstante varios de ellos no residen habitualmente en Mallorca, ya que Ferrán García Sevilla vive en París, Matías Quetglas en Madrid y Miquel Barceló gusta de domiciliarse según las temporadas en distintos lugares del planeta.

En conjunto, los resultados artísticos son bastante discretos. Algunas de las obras no llegan ni a eso, dada su poquedad estética. Pese a todo, hay que valorar la propuesta de la galería, además de las contadas excepciones de interés que atesoran determinadas obras, como por ejemplo la pieza de García Sevilla. Este artista, que flirteó en sus comienzos con el arte conceptual, más tarde tomó como emblema la expresión de 'pintar la verdad, por encima de pintar bien'. Y eso es lo que prevalece en la pintura mostrada en la galería bilbaína, que no anda lejos de la estética en que se movió durante los últimos años de su corta vida el estadounidense Jean-Michel Basquiat.

Los cuadros de pequeño formato de los hermanos Roscubas también merecen una buena nota. A su rotundidad como pintores de raza se añade la ácida e irónica inventiva de los temas tratados, que los trasladan a la impresión digital, proponiéndonos una doble visión de excelentes resultados.

En cuanto a la obra de Miquel Barceló, hay que señalar de dónde procede. Se trata de un intercambio de retratos que se hicieron entre sí el pintor catalán Luis Claramunt -artista bohemio como pocos, alcohólico irredento, que acostumbraba exponer en la galería madrileña Juana de Aizpuru, y al que un execrable cáncer se llevó lamentablemente al otro mundo-, y el propio Barceló.

Cada uno de ellos pintó al otro. La obra del pintor mallorquín expuesta, es, así, una obra menor, puro juego entre amigos, aquello que se hace en dos trazos como recuerdo de un instante cargado de emotividad, no exenta de una complacencia cercana a la camaradería fraternal.

Obviamente, es una pieza prescindente dentro de la producción de Barceló, esa producción que le lanzó al mundo a partir de 1982, cuando fue el único español seleccionado para la Documenta de Kassel. Luego pasó del neoexpresionismo de vivos colores a las gamas más sobrias y a las construcciones de sus cuadros matéricos más reflexivos. Artista heredero de la tradición española y, muy especialmente, de Valdés Leal, se ha hecho un hueco entre los creadores internacionalmente más acreditados en estos momentos en el universo de las artes plásticas.

Lo que acaece con esta obra nos plantea un buen racimo de dudas en relación con el arte y los artistas consagrados. ¿Todo lo que ejecutan siempre está avalado por el buen hacer? ¿Nunca suelen realizar obras de baja calidad? ¿Por el hecho de saber que una obra es de tal o cual artista de renombre, va implícito en ello un crédito que protocola de antemano a su favor? Son dudas difícilesde resolver. Estamos demasiado a merced de la hegemonía que imponen los protagonistas de quienes conforman la historia del arte, de ahora y de siempre.

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