Amigos o enemigos
Bush se plantea si debe seguir tratando a Arabia Saudí como a un aliado o si debe engrosar la lista de sus adversarios
El Pentágono no sólo piensa en Irak. Arabia Saudí se ha convertido en la gran paradoja de la planificación militar estadounidense y figura a la vez en dos listas: la de amigos y la de enemigos. Hace una semana se supo que un análisis de Rand Corporation, el más acreditado centro de estudios sobre seguridad de Washington, ofrecido a un grupo de generales y estrategas, sostenía la tesis de que el régimen saudí ocupaba 'todos los escalones del terrorismo, desde la organización hasta la financiación, desde el mando intermedio al soldado de a pie, desde el ideólogo hasta el animador'. Y la cuidada ambigüedad mantenida durante años sobre las relaciones americano-saudíes se vino abajo.
El Departamento de Estado se apresuró a restar importancia al informe del analista de Rand, calificándolo de 'opinión personal'. Pero cuando le tocó hablar a Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa, no se escuchó más que una matización confusa. Rumsfeld, como el propio vicepresidente, Dick Cheney, y otros miembros destacados del ala más radicalmente conservadora de la Administración de George W. Bush, opina que los gobernantes de Riad y su régimen, una teocracia wahabista que encarna lo más intransigente del sunismo musulmán, resultan, a su modo, tan peligrosos como Sadam Husein para los intereses de EE UU.
La antipatía hacia Arabia Saudí es intensa entre los fundamentalistas cristianos del Partido Republicano, pero también entre los demócratas judíos. El senador Joe Liebermann, ex candidato a la vicepresidencia con Al Gore, considera que el conflicto palestino y las redes del terrorismo islámico carecen de solución mientras la Casa de Saud reine en Riad.
El debate quedó abierto cuando el informe preparado por Rand rompió un tabú establecido desde la guerra del Golfo, y se enconó cuando, a media semana, el Gobierno saudí afirmó de la forma más clara posible que en ningún caso daría autorización a Washington para que utilizara su territorio (donde se encuentra la mayor base estadounidense en la región) para lanzar un ataque contra Irak. Los medios de comunicación conservadores, que Bush utiliza como cadena de conexión con sus votantes, se lanzaron a la especulación: ¿y si hiciera falta invadir Arabia Saudí antes de invadir Irak?, ¿no estaría bien matar dos pájaros de un tiro?
La opción Riad-Bagdad no es sólo una calentura veraniega de la prensa. Prueba de ello es la prisa con que los dirigentes saudíes han lanzado, a través de medios como The Washington Post, una campaña de imagen en la que recuerdan su vieja fidelidad a EE UU. Entre líneas, tratan de recordar que Washington también financió, cuando se trataba de azuzar la resistencia afgana contra la URSS, a grupos como el de Osama Bin Laden.
Los saudíes saben que sólo pueden perder si en los centros del poder estadounidense sigue ganando adeptos algo que podría llamarse 'fundacionalismo'. George W. Bush y sus asesores dan vueltas a la tesis de que los atentados del 11 de septiembre, y la guerra universal contra el terrorismo, hacen necesaria una 'refundación' de las relaciones internacionales similar a la ocurrida tras la Segunda Guerra Mundial.
Estados Unidos ha asumido su condición de hiperpotencia única y se ha desprendido de todo complejo: es el mayor imperio de la historia, el único de alcance planetario, y su misión (el pensamiento estadounidense siempre se ha basado en la idea de la misión como 'nación elegida por Dios') bien podría ser, en opinión de Bush, la de imponer los principios del capitalismo y la democracia representativa al resto de los países. Eso es lo que se quiere hacer con Irak, según afirmó Cheney el sábado. ¿Por qué no en Arabia Saudí?
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