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Columna
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Las torrecitas y el gigante

1Durante muchos años he resuelto los problemas de la vida entre las cuatro paredes de la Ronda de Dalt, la Diagonal, la calle de Mandri y la calle Major de Sarrià. No sólo he resuelto problemas. Paseando entre las calles de esa ciudad comedida he contado mis deudas, he decidido viajes o he saneado mis recuerdos, que siempre están como nuevos. A veces, el hartazgo de la escritura continuada me ha sacado de casa y me ha llevado por allí a respirar aire fresco, confiando en que sea bueno para la sintaxis. Para que el paseo resulte una forma de conocimiento (qué conocimiento ya depende de que se trate de uno o de Aristóteles) tiene que cumplir algunas condiciones. Por ejemplo, es inútil pasear por el campo. Uno tiene que concentrar allí sus energías mentales en vigilar a los animales que acechan: siempre suena algo entre las ramas y esa intranquilidad permanente malogra cualquier idea. A la naturaleza hay que vencerla y en la guerra no se piensa. Tampoco sirve cualquier lugar de la ciudad. En la mayoría hay demasiado ruido y demasiada gente: esos lugares son bonitos y útiles para presumir y para encontrar mujeres, pero no sirven para la vida interior. Las avenidas señoriales, con su iluminación y su elegancia eléctrica, tampoco convienen: están repletas de tiendas maravillosas y cuando uno pasea por allí siempre acaba atendiendo antes a lo de fuera que a lo de dentro, hecho que resulta perfectamente explicable, aunque desmoralizador.

El Liceo nos curó para siempre de hacer de la melancolía un asunto público

Ninguna molestia de este tipo se presentó nunca entre las calles que he dicho: ni campo, ni ruido, ni tentaciones. Sólo hay una clave que explica este paisaje y su idoneidad para las cavilaciones: las torres. Las torres preservan la densidad, prohíben las tiendas y favorecen el silencio. En estos 20 años, ¿cuántas torres se habrán destruido en esas calles? Yo he conocido, y soy joven, un paseo de la Bonanova donde sólo había torres. He entendido, antes que destruyera una de ellas la alianza entre Óscar Tusquets y Josep Lluís Núñez -una alianza donde no se llegó a distinguir quién era el arquitecto-, el sentido del topónimo Tres Torres. Y voy viendo en la calle de Anglí, convertida por la pasividad municipal en un insalubre vertedero de automóviles lanzados a cien por hora, cómo las últimas torres se derrumban -se autoderrumban, creo- por mera dignidad. Ahora es preciso morir, escribía Jesús Pardo en la primera de sus elegías sobre un mundo hecho de torres y gatos viejos.

Todavía paseo por estos lugares. Aún faltan unos años para que se conviertan en un lugar patético, a secas. Pronto llegara el metro, lo que será, sin duda, un buen navajazo. Aunque por este acabamiento no me verá nadie derramar una sola lágrima estética. Tengo muy presente lo que dijo Eduardo Mendoza cuando vio que querían dejar el Liceo tal cual: 'Quieren que les devuelvan al abuelo'. No sólo nos devolvieron al abuelo, sino también ampliado con el tanatorio donde debió de morir: el Liceo nos curó para siempre de la tentación de hacer de la melancolía un asunto público.

La verdad es que, últimamente, en alguno de mis paseos ya acosados he fantaseado sobre la posibilidad de que la decadencia barcelonesa pueda asociarse a la destrucción de las últimas zonas peripatéticas de nuestra urbanidad. ¿Cómo van a pensar si no tienen dónde? Pero, desde luego, no todo el mundo tiene mis gustos. Algunos no sólo no pasean, sino que ni siquiera piensan. Pero quiero dejarlo, no sea que acaben inaugurando la avenida de los Peripatètics.

Ante el panorama he ido haciendo algunas catas ciudadanas. Preparándome para cuando acontezca, y yo aún pueda pensar y no tenga dónde, lo que sería una pérdida. Algún día, por ejemplo, he subido hasta Pedralbes. Pero allí sólo hay perros lobos y demasiadas cuestas. Ese barrio sólo me inspira crímenes espantosos. No para cometerlos, desde luego. Sino que no sé, lo tengo como metido en la cabeza, y me distraigo estérilmente de lo que me interesa.

2Un domingo de este invierno, anocheciendo, llegué a la Diagonal. En la acera de enfrente tenía la Illa de Moneo. La Illa es el mejor edificio que se ha construido en Barcelona en estos 20 años y en los próximos. Empecé a caminar siguiéndolo, porque es sabido que este edificio se mueve. El crepúsculo enfurecía al travertino. Me pareció hasta demasiado cargado de belleza y de potencia. Alucinógeno. Pensé, con una súbita e irredimible vergüenza, en mis torres, en su grava, en sus umbrías muertas, en sus chirimbolos de merengue, en ese hombrecillo que las necesitaba para zurcir los pleitos de su conciencia, y que era yo, me temo. Las ciudades y el tiempo dan esos correazos.

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