Sobre el derribo de Iván de Vargas
Tuve el honor de ser invitado al concurso restringido que convocó la Fundación Nuevo Siglo para la reconstrucción y remodelación de la casa de Iván de Vargas, junto a un grupo de arquitectos, todos de valía profesional muy superior a la mía, sin que existiera entre nosotros vinculaciones políticas ni ideológicas salvo nuestro mutuo entusiasmo por lo que entendíamos cada uno desde nuestra visión que era y es la buena arquitectura.
Es importante aclarar que la Fundación Nuevo Siglo nos reunió y falló el concurso con un jurado que todos reconocimos con criterio solvente, y de este encuentro resultó ganador nuestro compañero Ramón Andrada.
Una vez superada la fase de tristeza por no resultar premiado en el concurso y tras felicitar al justo ganador, seguí con atención el proyecto que estaba realizando y su desarrollo.
La propuesta, muy equilibrada, respetaba con rigor las fachadas y patios protegidos actuando con una pieza de arquitectura moderna que enmarcaba uno de los grandes árboles existentes como si de un cuadro se tratase en un patio de nueva factura y cuidadoso trazado.
El conocimiento del solar y del edificio, para el que estudié yo también una propuesta con menos acierto de remodelación y consolidación de la casa en cuestión, me obliga a exponer algunos datos que nos deben llevar a reflexionar con más cuidado sobre lo ocurrido estos días en Madrid y que tanto escándalo está produciendo en los medios de comunicación.
El edificio que estudiamos estaba derruido ya en sus dos terceras partes y el Ayuntamiento estaba realizando unos trabajos de consolidación casi imposibles de los restos que quedaban en pie, porque la realidad era que éste se deshacía entre las manos.
Los muros de carga de la estructura estaban formados por fábrica de ladrillo descompuestos en muchas zonas, rasilla y tapial, los forjados que quedaban estaban formados por maderas carcomidas y la bóveda principal sobre la que apoyaba el muro de la crujía central estaba quebrada, lo que podía producir un colapso en cualquier momento.
Cuando visitamos el edificio para preparar el concurso, la sensación que tuvimos fue que existía un esfuerzo desmedido por parte del Ayuntamiento en conservar algo que amenazaba ruina.
El valor histórico del edificio por antigüedad era reconocido por todos, pero no por su trazado.
Durante el proceso de proyecto e inicio de las obras, me interesé, precisamente por no haber ganado el concurso, por los trabajos que estaba desarrollando Ramón Andrada y me pareció exagerada la manera meticulosa con que se recogían, fotografiaban y numeraban todos los elementos que se podrían desmontar: rejas, escudos, elementos ornamentales de la cornisa, tojas y azulejos, como si de una labor de arqueología se tratara; los escudos de escayola en moldes, el brocal del Pozo de San Isidro protegido con un gran armazón de madera y los magnolios en sus cuatro o cinco primeras muestras envueltos en protecciones de madera.
Todos estos trabajos fueron realizados con el espíritu que estoy seguro conservará el arquitecto de recomponer la fachada a su estado original y que, no olvidemos, se trata de un revoco pintado y unas carpinterías de madera, aleros y tejas cerámicas en su zona protegida, en contraste con la actuación decididamente moderna y sobria del patio de granito que se enfrenta a la iglesia de San Miguel.
He leído estos días con espanto en la prensa cómo se transmitía la idea al gran público y al colectivo que formamos los arquitectos, que aquí la actuación ha sido negligente y especulativa, cuando ha sido todo lo contrario, un empeño en respetar hasta el extremo algo que se deshacía.
Es importante que el colectivo que formamos los arquitectos entendamos esta actuación, en vez de caer en luchas fratricidas que cada día nos perjudican más a todos.
Tenemos una profesión emocionante, pero de gran riesgo, y es curioso, criticamos, discutimos y apartamos a los mejores, a quienes aman la profesión y tratan con ella muchas veces desinteresadamente.
Sólo recordar una cosa: tengo en el estudio una reproducción de la memoria original del Prado, escrita de puño y letra por el gran arquitecto Juan de Villanueva, y el original lo guarda el Colegio de Arquitectos; la persona que donó este legado desinteresadamente a nuestra institución fue Ramón Andrada.
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