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Columna
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Entre Caín y el samaritano

La preocupación ética nunca va más allá de la comunidad de aceptación mutua en que surge. Nos constituimos en personas morales cuando nos reconocemos como parte de un entramado de vinculaciones que nos comprometen con otras personas a las que consideramos con-lo que sea: conciudadanos, convecinos, compañeros, compatriotas, ... Sólo si aceptamos al otro, éste es visible y tiene presencia. Todo ver es un mirar. Sólo vemos aquello que miramos. Sólo es visible aquello que previamente reconocemos como digno de ser reconocido. Y ser reconocido es dejar de ser extraño, pues el extraño es aquel que no encaja en nuestro mapa del mundo. Una de las consecuencias del individualismo moral (y de su reverso, el fundamentalismo moral) característico de nuestra época es la miniaturización de la comunidad. No es que la solidaridad desaparezca, puede hasta aumentar: cada vez más la referencia al 'nosotros' es central, siendo la base de la eclosión de todo tipo de localismos, etnicismos, nacionalismos (también de estado) o fundamentalismos; pero ésta se reduce a círculos cada vez más reducidos e inconexos. La más férrea solidaridad con el intragrupo y su conservación puede coincidir y hasta impulsar la confrontación brutal con el exogrupo y su eliminación. El quicio crítico en toda reflexión sobre la solidaridad tiene que ver con el alcance de esa comunidad de aceptación mutua a partir de la cual cobran sentido los deberes y los derechos de solidaridad. Desde esta perspectiva, la solidaridad se configura en la tensión entre Caín y el Samaritano. Éstos son los dos tipos ideales (en el sentido weberiano del término) que sirven para construir el continuum de la solidaridad.

'¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?', responde enojado Caín cuando Dios le pregunta dónde está Abel. Por el relato del Génesis sabemos que cuando Caín responde así acaba de asesinar a su hermano, por lo que sus palabras pueden parecernos un intento de ocultar su crimen, algo así como un 'no sé de qué me hablas', o un 'yo no he sido', o un 'a mí qué me cuentas', con el que eludir su responsabilidad tras el crimen. En realidad, el evasivo interrogante de Caín no es consecuencia de su fratricidio, sino causa del mismo. Sólo cronológicamente sucede al crimen: en realidad, el asesinato de Abel sólo es posible porque previamente Caín había decidido que no era el guardián de su hermano, que entre ellos no existía vínculo de interdependencia ninguno, que el destino de Abel no era algo de lo que debería sentirse responsable. No es posible la comunidad humana sin comunidad moral, sin reconocimiento del otro, de nuestra mutua dependencia y de la responsabilidad que de ella se deriva. Así pues, la comunidad humana sólo es posible si respondemos positivamente a la pregunta de Caín: 'Sí, soy el guardián de mi hermano'. Más aún, la comunidad humana es posible sólo si no nos hacemos esta pregunta, sólo si no necesitamos hacernos esta pregunta al considerarla plena y legítimamente respondida.

Es fácil responder afirmativamente a la pregunta de Caín, tomada ésta literalmente: 'Sí, eres el guardián de tu hermano Abel'. Es fácil percibir la perversión contenida en esa pregunta: '¡Cómo puedes dudar de tu responsabilidad para con tu hermano de sangre!' Lo que no resulta tan sencillo es resolver esta otra cuestión: ¿hasta dónde -hasta quiénes- se extiende mi responsabilidad? Dicho de otra manera: ¿dónde se ubican los límites de mi responsabilidad para con los demás? Frente a la perspectiva cainita, reduccionista hasta el extremo, surge la perspectiva samaritana. La relación de projimidad se constituye cuando la víctima es socorrida. Es la ayuda la que la constituye, y no al revés. No ayudo porque la persona caída sea mi prójimo, sino que soy prójimo necesario de toda aquella persona vulnerable, ante cuya necesidad no puedo volver la mirada.

Lo mejor de la historia humana tiene que ver con la progresiva extensión de nuestra obligación moral más allá de la familia, de la tribu, de la nación. Tendencialmente la Humanidad se está convirtiendo en una sola comunidad. No hay, pues, disculpas, para no empeñarnos en la tarea de construir la Humanidad como categoría ética, ampliando hasta el máximo los horizontes de nuestra solidaridad.

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