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Columna
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El crecimiento, coartada de ricos

Afirmar que sólo puede combatirse la pobreza mediante la creación de riqueza es una contraverdad siempre utilizada como legitimación última de todos los comportamientos de quienes la producen: los ricos, personas y países. Esta proclamada razón de ser se formula en términos económicos como la relación de causalidad existente entre crecimiento e igualdad. Relación contradicha históricamente, y más aún por los datos contrastados de los últimos 20 años.

Según el Banco Mundial, durante dicho periodo el crecimiento global ha sido considerable y, sin embargo, si la renta media por habitante de los países del Norte ha progresado al ritmo anual del 2%, en los países del Sur, en cambio, apenas ha llegado al 1,5%. La consecuencia ha sido, según el mismo Banco Mundial, un notable aumento de la pobreza que, si prescindimos de China, ofrece hoy volúmenes dramáticos, representados por el 54% de la población mundial que vive con menos de dos dólares al día y el 22% cuyos recursos inferiores a un dólar diario la sitúan por debajo del nivel de la pobreza absoluta. Nunca el censo de pobres ha sido tan abominable. La teoría de Simon Kuznets, formulada en 1951, según la cual las desigualdades que se generaban en las primeras fases de todo proceso de desarrollo desaparecían posteriormente, se ha visto desmontada (William Easterly, The elusive quest for growth, MIT Press, 2001) por el impresionante incremento de las mismas en Estados Unidos y en el Reino Unido en las dos últimas décadas, a causa esencialmente de la informatización de la actividad económica que ha reintroducido disparidades salariales del tipo de las existentes antes de la crisis de 1929.

A esta ruptura entre crecimiento e igualdad suele oponerse la excepción de algunos países del sureste asiático, sobre todo antes de la crisis financiera de 1997, y en particular China, con una tasa de crecimiento medio anual de casi el 10%. Pero este excepcional crecimiento ha sido posible porque el régimen comunista chino ofrecía una estabilidad politico-económica atractiva para las masivas inversiones exteriores, que podían aprovechar la apertura de los mercados mundiales para incrementar las exportaciones, a la vez que la negativa a la liberalización financiera evitaba todo riesgo de desestabilización monetaria y que el férreo control de los salarios promovía una acumulación primitiva análoga a la que tuvo lugar en Europa durante su primer proceso industrializador. Todo lo cual prueba que el crecimiento, por muy económico que sea, es al mismo tiempo un fenómeno político, social y cultural, y que esta cuádruple condición es en sí misma indisociable. De aquí que si el crecimiento se traduce en desigualdad -carencias sanitarias, educativas, de seguridad jurídica, de facilidades creditivas, etcétera-, la desigualdad, a su vez, es causa de regresión, de descrecimiento. Por lo que la simple aplicación de las recetas del neoliberalismo radical -desregulación institucional, liberalización de los mercados, etcétera- agrava inevitablemente las desigualdades y sólo una política de formación popular-profesional, de difusión de las experiencias de las reformas agrarias, de subvenciones directas a la educación de los niños pobres, de divulgación sanitaria, etcétera, constituye la condición y el componente fundamental del crecimiento.

Hemos de olvidarnos del concepto reduccionista de la riqueza que nos impusó Malthus y del primado de la cuantificación de bienes y servicios como único baremo para medir la riqueza. Dominique Meda (Qu'est-ce que la richesse, Flammarion, 2000) señala que cuanto más crece el Producto Nacional Bruto mundial, peor va el mundo, y que urge por ello introducir las nuevas categorías de que ya disponemos, como capital humano, capital social y capital medioambiental, factores determinantes del bienestar.

Recordemos a los gobernantes del mundo, que se reunirán el 26 de agosto en Johanesburgo, que si queremos que la II Cumbre de la Tierra no sea otro engañabobos, necesitamos que concluya con un inventario de proyectos concretos, fechados y financiados, que haga del desarrollo sostenible un modelo cuya dimensión económica sea la expresión efectiva, a través de las mediaciones cultural, medioambiental, social y política, de los dos grandes imperativos actuales: bienestar para todos y armonía con la naturaleza.

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