De la crisis cambiaria del 92 a los retos futuros de la Unión Monetaria
El autor considera imprescindible que las economías nacionales aumenten su eficiencia y flexibilidad para poder superar las divergencias que aparezcan en el futuro entre los países de la UE.
Durante el verano de 1992, ahora hace diez años, se agudizaron las tensiones que condujeron, el 13 de septiembre de ese año, a la gran crisis del Sistema Monetario Europeo. Crisis que abrió un largo periodo de inestabilidad cambiaria y condujo al abandono del mecanismo de cambio de hasta cuatro monedas y a una cadena sucesiva de devaluaciones que afectaron a las divisas más débiles, entre ellas, especialmente, a la peseta.
Pocos meses después de la aprobación del Tratado de Maastricht, el proceso europeo de integración monetaria se encontraba, por tanto, sumido en una gran incertidumbre y muchos dudaban de que tras el rechazo del referéndum danés y la aprobación por los pelos en Francia, pudieran pasar el trámite de su ratificación en todos los países miembros y, lo que era más difícil, se pudieran cumplir las condiciones económicas imprescindibles para poner en marcha, dentro del calendario previsto, un proyecto tan ambicioso y complejo.
Los desequilibrios acumulados pueden poner a prueba la solidez del compromiso de la Unión
De hecho, la tormenta cambiaria del 92 fue el reflejo de la persistencia de graves divergencias macroeconómicas que afectaban tanto a las tasas de inflación como a los patrones cíclicos, y que se vieron agravadas, en un marco de cooperación económica y financiera claramente insuficiente, por el enorme impacto de la reunificación alemana y las condiciones económicas bajo las que ésta se realizó. Ni las perturbaciones que vivía el país ancla del sistema ni las respuestas divergentes adoptadas por el conjunto de países comunitarios permitían augurar que se pudiese llegar a la instauración de una moneda única, de la que se ignoraba entonces hasta su nombre.
No se pretende analizar aquí todo lo que ha tenido que cambiar en Europa y en las políticas de los países miembros para que lo que entonces parecía una quimera sea hoy una sólida realidad que ha superado con éxito el cumplimiento de los criterios de convergencia, el anuncio de las paridades irrevocables de conversión, la instauración del Banco Central Europeo, del mercado monetario único y de la política monetaria común y la sustitución de los billetes y monedas nacionales por el euro, entre otros muchos retos y complicaciones.
Tampoco se trata de insistir en el avance que para Europa y los países participantes ha supuesto la culminación del proceso y la adopción de las políticas que el mismo reclamaba. Las ventajas han sido patentes en aquellos países que sufrían con mayor virulencia la vulnerabilidad derivada de sus políticas desequilibradas y divergentes.
Mirar hacia atrás para comparar la realidad actual, desde la Unión Monetaria, con las turbulencias de hace diez años tiene sentido, sobre todo, para adquirir la perspectiva de lo que pueden cambiar las cosas en un periodo de tiempo no tan dilatado y poder mirar al futuro con esa misma perspectiva. Cuando se hace ese ejercicio es inevitable sentir un cierto vértigo ante la profundidad de los cambios de escenarios que se pueden producir, de manera que a medio plazo no está asegurado que perdure la actual bonanza de la luna de miel que ha seguido al inicio de la UEM. Una bonanza que es el fruto de los avances estructurales realizados, pero también de efectos beneficiosos, inevitablemente transitorios, que tienden a desvanecerse con el paso del tiempo. El futuro no puede pensarse que sea una mera proyección del actual estado de cosas, sino que dependerá, por tanto, de cómo se aborden los retos y riesgos que acechan a la Unión Monetaria.
No cabe ignorar que la Unión Monetaria requiere un mayor avance en la integración política. La arquitectura europea en este terreno sigue siendo débil e incierta, por la indefinición del modelo a seguir. A medio plazo, la solidez de la nueva moneda y de las políticas económicas que la sustentan depende crucialmente de la cohesión del proyecto global europeo. Las opciones posibles son numerosas, pero hay cuestiones que inciden especialmente sobre el plano económico y monetario. Tal es el caso de la articulación del nivel intergubernamental con el comunitario. Un predominio excesivo de lo intergubernamental tiende a dificultar un esquema de integración basado en la articulación de una política monetaria única supranacional con políticas económicas descentralizadas de soberanía nacional. Los debates recientes sobre las reglas de estabilidad presupuestaria reflejan la trascendencia de estos problemas. Una dimensión de especial relevancia para el buen funcionamiento de la política monetaria común es la configuración de órganos de decisión de una manera que preserven simultáneamente su eficacia y su representatividad. Los órganos de gobierno del BCE responden a estos requerimientos, pero también es necesario que estas propiedades se den en las instituciones que deben ser sus interlocutores a nivel europeo.
La complejidad de estos problemas, en una Europa basada en los Estados-nación, se ve considerablemente aumentada ante el imperativo político de la ampliación. La indiscutible necesidad de la misma no debería repercutir en un abandono de la profundización de la integración en aquellas áreas en las que ésta es imprescindible simplemente para no retroceder. Tal es el caso del fortalecimiento de los mecanismos de cooperación de los ministros de economía y finanzas de los países de la zona del euro, que en la actualidad funcionan bajo la precaria y peculiar estructura del Eurogrupo. No debería incurrirse en los riesgos que se derivarían de sacrificar el ritmo necesario de integración por las complicaciones de la ampliación.
Pero, quizás, el terreno en el que la Unión Monetaria tendrá que superar su prueba de fuego en el horizonte de los próximos años es en el del tratamiento de las divergencias que pueden reaparecer entre los países participantes. Una situación de elevada sincronía, como es la que ha prevalecido en los cuatro primeros años de la Unión Monetaria, no es un estado que pueda considerarse como natural y permanente. Hay que contar con la posibilidad de que alguna vez aparezcan discrepancias como consecuencia de perturbaciones específicas o de errores persistentes de políticas en algunos países, aunque éstas ya no tengan la magnitud que tuvieron durante las tormentas financieras del 92.
En el supuesto de que las divergencias reaparezcan, la responsabilidad de la solución recaerá sobre los países causantes o aquejados, pero el conjunto de la Unión no podrá quedarse al margen y se verá obligada a presionar para que las divergencias se corrijan. El gran reto reside en que, llegado ese caso, la imposibilidad de ajustar el tipo de cambio pondrá a prueba la flexibilidad de las economías afectadas. La participación en la Unión Monetaria no supone, por sí sola, la desaparición de las numerosas rigideces reales o nominales que prevalecen en muchas economías. Ni siquiera es descartable que alguna economía pueda haber utilizado los efectos beneficiosos de su participación para posponer las reformas necesarias. De esta manera, si resurgen las discrepancias y no se tiene la flexibilidad de respuesta suficiente, la absorción de los desequilibrios acumulados puede reportar costes elevados en términos de producción y empleo que pondrían a prueba la solidez de los compromisos adquiridos. De aquí la importancia de mantener y profundizar la dinámica reformadora orientada a aumentar la eficiencia y la flexibilidad de las economías y el papel preeminente que esta tarea debe tener en la agenda europea, incluso cuando asuntos de tanta envergadura como la Convención Europea y la ampliación acaparen la atención y el esfuerzo de los siempre complicados engranajes de la Unión.
José Luis Malo de Molina es director general del Banco de España.
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