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CRÓNICA
Columna
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La Rambla, parque temático

Empecemos por la frialdad de las cifras: La Rambla es un paseo de 1.500 metros de longitud, con tres centenares de plátanos, 17 puestos de flores, 12 puestos de animales, 11 quioscos de prensa, 4 teatros, 3 estaciones de metro, 3 fuentes, 3 palacios, 2 iglesias, decenas de hoteles, pensiones y bares, 800 hombres estatua y 300.000 turistas con una cámara colgada del cuello que disparan de vez en cuando para inmortalizar a los hombres estatua. Cifras aparte, sin embargo, La Rambla es un fenómeno único que se repite cada día con tal exactitud que uno sospecha que hay un director oculto que da órdenes telepáticas a los numerosos figurantes: él es quien la orden de entrada a los mimos, músicos, paseantes, floristas, turistas, trileros, chorizos...

La romería del turista se inicia en Canaletes, donde le reciben unos Simpsons de pacotilla y quioscos en los que la prensa es una excusa

La Rambla, como la vida, cambia poco a poco, casi sin que nos demos cuenta, pero cambia. Un ejemplo: si tenemos que juzgar por el viejo dicho, pocos turistas regresarán a Barcelona. Y es que ya nadie bebe de la fuente de Canaletes para forzar el destino; los turistas de ahora prefieren llevar la botella de agua en la mano, como un pasaporte que les distingue a los ojos de todos. Otro cambio: han desaparecido las tradicionales discusiones de fútbol; la gente, cansada, opta por delegar en los tertulianos de radio o televisión. Y el tercero: La Rambla se ha convertido en los últimos años en el gran parque temático de Barcelona. Basta con regalarse un paseo hasta Colón para comprobar que los hombres estatua y los turistas son ahora los grandes protagonistas. El resto, puro decorado.

La romería del turista se inicia en Canaletes, donde le reciben unos Simpsons de pacotilla, un soldado paralizado, una pareja congelada en el XIX y unos quioscos en los que la prensa es tan sólo una excusa para el exceso: para vender bufandas del Barça, llaveros, postales eróticas, libros sobre Gaudí, videos porno y todo tipo de material sobre la gloriosa Operación Triunfo.

En los puestos de animales también se nota el cambio. Donde antes había animales de compañía, ahora hay zoos en miniatura. Todavía no hay cocodrilos y leones, pero deben de estar en camino. La última novedad son los emús, una especie de avestruz australiano. El que venden mide sólo un palmo, pero con el tiempo alcanza el metro y medio. ¿Qué se supone que harás con él después? Un cartel da una ligera pista: 'Carne roja, buena en colesterol'. Me temo que más que un animal de compañía estamos ante un animal para comer en compañía.

Cerca de los puestos de animales, quién sabe si por solidaridad, un extranjero de pinta hipiosa toca el djidjiridú, esa flauta australiana que suena como la sirena de un barco perdido en la niebla. Más allá, una pareja baila un tango con una perfección tal que parece escapada de una cajita de música y unos trileros zarrapastrosos intentan engañar a la gente en cuatro idiomas. Tras la barrera de los plátanos, el siniestro edificio de Tabacos de Filipinas permite evocar al poeta Gil de Biedma, que tuvo despacho aquí, y al editor Luis de Caralt, cuya librería cedió su espacio a una agencia de viajes.

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Al llegar a la iglesia de Betlem, La Rambla corrige su alineación lo justo para que se pueda ver, al fondo, la figura de Colón bailando por encima de los plátanos. Un poco más allá, después de una mujer estatua vestida de egipcia y de un imitador de Colón, los dibujos de Nazario asoman por los balcones de la Virreina, como si buscaran contacto con esta calle tan suya. A continuación surge, de improviso, el estallido de unos puestos de plantas y flores cada vez más exóticas y olorosas, mientras el mercado de la Boqueria se ofrece como una especie de atracción extrasensorial donde los turistas entran en trance ante la visión de unas naranjas o unos besugos.

Más abajo, la ausencia de árboles otorga al Pla de l'Ós la condición de espacio aparte. De repente, el turista aprende a descubrir las fachadas de las casas y los callejones que se alejan hacia el mundo real. Tras el pórtico del dibujo de Miró, atrapado en la cerámica del suelo, aparecen la antigua tienda de paraguas, el bar American Soda, el largo balcón del hotel Internacional, la fachada como de juguete del Teatro del Liceo y el encanto del Café de la Ópera. Cerca suele haber un faquir, un malabar, un hombre sin cabeza que toca el acordeón, un poeta callejero, una mujer árbol o la estatua de un vaquero manchado de fango. La célebre Monyos ya hace años que no pasea por La Rambla, pero me temo que pasaría inadvertida si lo hiciera. Lo que se lleva ahora son los hombres estatua, personajes de ficción por horas, paralizados para que el turista pueda hacer su foto sin miedo a que salga movida: el Zorro, el Guerrero Ninja, el hombre de blanco que lee sentado en una taza de váter, el romano, el Rey Arturo, el indio, el Drácula. Para que se muevan, como los autómatas de museo, basta con tirar unas monedas.

A partir de la plaza Reial, una tentación que se intuye sin salir de La Rambla, hay una sobredosis de terrazas de bar y de tiendas con camisetas de fútbol y recuerdos de una ciudad que nunca existió. ¿A qué viene lo de los sombreros mexicanos? ¿Cuándo se hermanó Barcelona con Ciudad de México? Más abajo, el exotismo del hotel Oriente convive con las garitas de cambio/change o para mandar dinero al extranjero, los cafés Internet y el sexo domesticado del Panam's; un poco más allá, la fachada monumental del teatro Principal, con los billares Monforte en el primer piso, contempla a los artistas al minuto. Mientras, Pitarra se aburre en su pedestal, quizá porque ya sabe que las estatuas de piedra tienen todas las de perder frente a la competencia desleal de los hombres estatua.

A partir de aquí, La Rambla se desboca, corre en busca del puerto y, al ensancharse, ve diluida su personalidad. Es el momento del restaurante Amaya, del frontón Colón, del Museo de Cera y del extraño edificio del Santa Mónica. Pero aquí el turista camina de prisa, consciente de que La Rambla del parque temático está más arriba. Como mucho, se detendrá a hacer una foto de su pareja con la silueta de Colón al fondo, mientras empieza a oler el mar y suena de fondo una canción de Sisa: Han tancat la Rambla

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