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Moros en la costa

Para todo ciudadano interesado por el estado de nuestras malhadadas relaciones con Marruecos o, por mejor decir, por la soterrada continuidad de nuestros desencuentros con él a lo largo de más de siglo y medio -desde la 'gloriosa', pero poco fructífera cruzada de O'Donnell hasta la 'reconquista' del islote del Perejil-, el libro de Eloy Martín Corrales, La imagen del magrebí en España (Edicions Bellaterra Barcelona, 2002), procura las claves de muchas actitudes y decisiones en las que el supuesto orgullo nacional herido prima sobre los intereses de dos Estados -y aquí habrá que modificar la frasecita- condenados al parecer a no entenderse. En mi opinión de español conocedor de la historia y sociedad de los dos países, la totalidad de la clase política hispana, el cuerpo diplomático, los universitarios, periodistas y, desde luego, los miembros del Gobierno empezando por José María Aznar, deberían tener presente el contenido de este libro y examinar las imágenes que ilustran profusamente sus páginas.

El comentario de una alta personalidad estatal en los pasillos del Congreso a raíz del fracaso de las negociaciones sobre la pesca en los caladeros marroquíes -'al moro, ni agua'- cifra en una frase esa mezcla de superioridad y arrogancia de quien ha pasado con sobresaliente su asignatura europea respecto al vecino atrasado, supuestamente desagradecido y a todas luces inferior. En 1893, tras un incidente fronterizo en el perímetro exterior de Melilla, se produjo ya, como recuerda Martín Corrales, 'esa especie de unidad patriótica' que aparece puntualmente en los sucesivos desencuentros y conflictos entre Marruecos y España: el conocido político de la Restauración Segismundo Moret, entonces ministro de Estado, descartó el envío de notas de protesta al sultán y formuló una sentencia que no difiere en el fondo de la que antes citábamos y que mereció el aplauso unánime de la opinión pública de la época, -'Balas, y no notas son las precisas a esos salvajes'-. En 1859, 1893, 1909, 1922, 1936, 1957, 1967, 1975, el consenso nacional patriótico contra el moro se repitió de forma casi idéntica.

Examinando con la perspectiva de los años las constantes y los altibajos de nuestras relaciones bilaterales, el autor del libro que comentamos observa con pertinencia: 'La decadencia moral y cívica en épocas de tiranía y dictadura favoreció en líneas generales una percepción de los marroquíes o muy negativa o muy impregnada de paternalismo. Por el contrario, el resurgimiento de valores como la tolerancia y la solidaridad en periodos democráticos propició que se suavizaran los tonos sombríos con los que eran contemplados (...). Aunque en líneas generales la imagen fue permanentemente negativa, no siempre tuvo la misma intensidad'.

Como analicé en algunos ensayos de mi libro Crónicas sarracinas, la representación del 'moro' en el imaginario colectivo hispano suele desdoblarse según los tiempos y las circunstancias: en muchos libros de historia hay una percepción positiva del refinado andalusí de origen árabe y otra denigrante para el feroz invasor magrebí, almohade y almorávide; una evocación nostálgica de los abencerrajes y zegríes granadinos, desaparecidos ya del horizonte, y otra brutal del cercano y bestializado morisco en los decenios precedentes a su expulsión; del moro fino y caballeresco ensoñado por Alarcón, y de la 'chusma y canalla moruna' de las gacetas, poemarios y pliegos de cordel durante la campaña de Tetuán;del marroquí leal que colabora con España y del traidor cortacabezas de las kabilas de Abdelkrim; del rifeño valiente alistado en la Cruzada de Franco, y del violador y rapaz de la propaganda republicana y antifascista; del moro bellaco y desagradecido tras la evacuación de la zona norte del Protectorado y el inicio en 1957 de la fallida liberación del Sáhara y diez años después de Sidi Ifni -imagen reactualizada en 1975 en la representación popular simiesca de la marcha verde-, y del noble e idealizado 'hijo de las nubes', esto es, el saharaui del Polisario...

Pero a mi perspectiva, elaborada a partir de las crónicas y obras literarias escritas desde el siglo XIV a fines de la pasada centuria, Eloy Martín Corrales agrega una serie de materiales heterogéneos a los que no tuve acceso: prensa, grabados, caricaturas, tarjetas postales, anuncios, poesía de cordel, canciones, cómics... El resultado de ello es tan elocuente como abrumador: nadie puede permanecer indiferente a una lectura serena y atenta del texto y de los centenares de ilustraciones que lo acompañan: las hienas, monos y espantajos reproducidos en todas las formas y tamaños, ¿pertenecen a la especie humana? Aparentemente, no.

Antes de formular juicios rotundos como los que escuchamos o leemos estos días, y de ceder aún a la tentación de lo que, en otro libro reciente y esclarecedor sobre el tema, Alfonso de la Serna llama 'equivocarse de época', muchos políticos, periodistas, dibujantes y, sobre todo, 'expertos' que pontifican en las tertulias radiofónicas y televisivas deberían saber que están repitiendo, a menudo literalmente, las fórmulas acuñadas por la fraseología patriotera y despectiva del moro de la prensa popular de 1859 a 1939, y mantenidas luego por el guerrero del antifaz y el capitán Trueno desde la independencia de Marruecos y la marcha verde hasta la reconquista fulgurante del peñasco del Perejil.

Cambian los tiempos, España es hoy por fortuna un Estado democrático y miembro influyente de la Unión Europea, pero los clichés del pasado subsisten e incluso se refuerzan. Y así, desde marzo de 2001, el contencioso hispano-marroquí no cesa de agravarse: Ceuta y Melilla, los peñones e islotes africanos, la inmigración ilegal, el Sáhara, la pesca, el narcotráfico... En ese contencioso, como dije, el orgullo nacional prevalece desdichadamente contra el más elemental sentido común y una visión a largo plazo de los intereses económicos, políticos y culturales de España en la orilla sur del Estrecho. El llamamiento a cerrar filas en torno a la causa patriótica tras la 'invasión' del mísero farallón africano deja muy poco espacio al desacuerdo de los partidos de oposición e incluso a la disidencia cívica. ¡Todos en posición de firmes a aplaudir a quien pone al moro en su sitio y le da una merecida lección de conducta y modales!

Vivimos otra vez uno de esos periodos propensos a la demagogia y a la unanimidad nacional: el enfrentamiento por la pesca, la inmigración magrebí vivida como una amenaza de islamización solapada, el fantasma mundial del terrorismo y un largo etcétera alimentan la emergencia de una derecha y ultraderecha para las que arabofobia e islamofobia son políticamente correctas, como analizaba recientemente Lluís Bassets en este periódico. Con Enciso y quienes piensan como él en el partido que gobierna no necesitamos Le Pens ni Hayders. El discurso xenófobo e hipereuropeísta, que juega con el miedo de los ciudadanos al paso de una sociedad tradicionalmente homogénea a otra como la que inevitablemente se impondrá en España -como se impone hoy con tensiones, sí, pero con un almohadillado democrático que las amortigua en la mayor parte de países de la Unión Europea-, les ha dejado sin voz, Aznar habla por ellos y el espíritu creado por el 11-S alienta una serie de equivalencias mortíferas: inmigrante=inseguridad=delincuencia=terrorismo... Poco importa que el consenso suscitado por acciones como la 'reconquista' del islote sea efímero y a fin de cuentas vano: el jefe del Gobierno sabe muy bien que acrecienta así el índice de popularidad, como un émulo de la señora Thatcher en su triunfal recuperación de Las Malvinas. Y las frases que escuchamos desde hace más de una semana -por ejemplo, en las llamadas radiofónicas a las emisoras nacionales o regionales y retransmitidas en directo- condensan una bochornosa antología de la injuria racista y el insulto soez. Todo en nombre de nuestra sagrada virginidad no sé si insular o territorial.

Tal como están las cosas, los gobiernos de Marruecos y España deberían escoger el camino de la sensatez y los intereses comunes. Como recordó Chirac -a quien nadie podrá tildar de izquierdista- en la reciente cumbre de Sevilla al descartar las propuestas de Aznar y Berlusconi, fundadas en la obsesión de blindar las fronteras y de acentuar el arsenal represivo contra los países de donde procede la inmigración en vez de proponerles una relación económica y social más justa y equilibrada, 'no se puede castigar a los países más débiles, sino ayudarlos'.

Apelar a la fibra patriótica y alentar directa o indirectamente el resurgimiento de la imagen negativa del 'moro' confortan las tesis de Huntington y Sartori y catapultan un conflicto bilateral a unos terrenos en donde todos, absolutamente todos, podríamos salir perdiendo.

¿A qué aguardan los partidos políticos de la oposición y los intelectuales que se resisten a poner la letra a la musiquilla nacional para hablar con voz propia? Ni Aznar es Don Pelayo ni el Perejil de las Cabras Covadonga. El episodio hará sonreír en un plazo mucho más breve de lo que se piensa. Y entonces aparecerá no como digno del Cid, ni siquiera de un lunático Don Quijote, sino de Tartarín de Tarascón o del esperpento de Valle-Inclán.

Juan Goytisolo es escritor

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