Wittgenstein y la filosofía
Wittgenstein es, sin duda, un pensador peculiar. Y uno de los méritos de este libro de Isidoro Reguera es poner de manifiesto que esa peculiaridad, por mucho que tenga motivos existenciales y biográficos, entronca perfectamente con la peculiaridad que, en las raíces más hondas de nuestra tradición, siempre ha aspirado al nombre de filosofía. Ya el 'primer Wittgenstein', apresuradamente confundido con un positivista lógico, llama poderosamente la atención sobre la posición de la filosofía: no es una 'teoría' en el sentido en que lo son las ciencias naturales (y, por tanto, no consiste en una colección de proposiciones o en una 'doctrina', motivo por el cual quienes la aprenden no tienen la sensación de estar aprendiendo nada), pero tampoco se disuelve en la mera práctica irreflexiva o en la pura acción orientada a un fin (motivo por el cual quienes la aprenden tienen la sensación de que 'no sirve para nada'): pone de relieve la armadura o el andamiaje que confiere sentido a todas nuestras acciones y oraciones, pero al mismo tiempo impide que a esa rejilla conceptual -por ser el límite trascendental de todo lo que hacemos y decimos- pueda atribuírsele sentido alguno.
WITTGENSTEIN
Isidoro Reguera Edaf. Madrid, 2002 335 páginas. 13,95 euros
El hecho de que esta armadura sea, para el 'esencialismo' del primer Wittgenstein, la que sostiene la Lógica Formal, mientras que el 'existencialismo' del segundo la define como la inagotable variedad de juegos de lenguaje arraigados en formas de vida humana, aun teniendo una importancia que Reguera pone perfectamente de manifiesto en lo que va desde 'el juego de la lógica' a 'la lógica del juego', encarna una misma inspiración que anima toda la biografía intelectual de Wittgenstein, y que también está presente en el pathos de la escritura de Isidoro Reguera, profundamente wittgensteiniano a la hora de señalar ese lugar tan paradójico: un lugar que no es el del teórico del juego (que está interesado en las reglas pero que se desinteresa del juego mismo) ni tampoco el del jugador (que está absorto en el juego y se desinteresa de las reglas), sino el de quien se empeña en ver las reglas in actu exercito, o sea, como reglas que están vivas en cada jugada y al margen de las 'imágenes' que los jugadores tengan en la cabeza, y en ver el juego como juego gobernado por reglas, lo cual es siempre un estorbo para los jugadores, que no dejan de pedir una imposible explicación acerca del sentido de las reglas ni de soñar con un 'más allá' de las reglas en donde ellos fueran dueños y señores, ya sea para ganar más y ganar siempre (en el caso de los ganadores), ya para resarcirse de sus pérdidas (en el caso de los perdedores).
De ahí la 'dificultad' de la filosofía, esa que, como nos recuerda este libro, hace que tanta gente la encuentre 'difícil': porque no es una dificultad intelectual (como la del aprendizaje de las teorías científicas), sino que atañe a la voluntad; exige un cambio en el querer sin proporcionar un aumento de saber ni mejorar el rendimiento del hacer. Exige una cierta renuncia, aspira a una transformación en la forma de vida del que así se ejercita. Quién sabe si esta praxis puede servir, como a veces sugiere Reguera en sus excursos, para superar (o al menos ilustrar) lo que Wittgenstein ya llamaba 'el pasmo de Occidente'; lo que sí muestra es un modo muy singular de hacer patentes las reglas de los juegos a los que jugamos, y que constituyen nuestro destino trágico: el que consiste en experimentarlas mediante los chichones que nos hacemos cada vez que intentamos transgredirlas y observamos que, fuera de ellas, no hay juego (ni por tanto sentido) en absoluto.
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