Amor y pedagogía
He vuelto a mi Universidad después de 15 años de servicios especiales en el Consejo Consultivo de la Generalitat. Mi marcha se debió a una tremenda sensación de inutilidad. Acostumbrado a un cómplice diálogo con los estudiantes durante largos años de combate antifranquista, me descorazonó la indiferencia que los míos sentían por la recién estrenada Constitución y el flamante Estatut de Catalunya. Mis clases aburrían y algún alumno se enfrascaba en las páginas del periódico. Él me dio la mejor explicación de su desinterés por la asignatura. No consultaba la cartelera o los deportes, sino las ofertas de trabajo. La juventud tenía problemas más graves que el aprendizaje de la democracia.
Han pasado tres lustros y el panorama estudiantil confirma y agrava de algún modo lo que ya se apuntaba. La mayoría de los jóvenes trabajan o buscan trabajo y han crecido con mentalidad pragmática. Aparte de ganarse la vida, poco más les preocupa. Por otro lado, su formación previa deja mucho que desear y el impacto de los medios de comunicación ha vulgarizado su psicología y sus hábitos de conducta. Ni una ni otros favorecen ese nexo fundamental entre profesores y alumnos que es la comprensión recíproca.
De entrada, los estudios son vividos como un gran esfuerzo, que nace de la fatiga laboral, el exceso de asignaturas, el escaso tiempo para prepararlas y, sobre todo, de la dificultad para leer y comprender el sentido de múltiples conceptos inevitablemente abstractos o sintetizadores de un cúmulo de saberes desconocidos. Los jóvenes son audiovisuales, concretos y prácticos. La lectura les aburre; un concepto es un arcano; la teoría, una serie infinita de ejemplos para saber a qué atenerse en cada caso o no es nada. Frente a ellos, los profesores proclamamos su incultura, su desconocimiento del lenguaje y del saber filosófico, histórico o literario imprescindible, su apego a 'apuntes' que ahorren toda consulta a la biblioteca y, en general, su escaso prurito de hacer mejor las cosas, contentos con el 'ya está bien'. Esta triste impresión responde a nuestro propio concepto de la ciencia, a nuestros tópicos pedagógicos y a un cierto desdén de élite digna y resistente ante la vulgaridad ambiental que nos inunda.
Se plantea, pues, una cuestión clave: si la misión del pedagogo es transmitir un saber comprensible a quien carece de él y de los instrumentos mentales para recibirlo, ¿no hemos de ser los profesores quienes nos adaptemos a esa realidad, de momento inamovible? Adaptarse no supone rebajar el nivel preciso (más bajo no puede ser), sino darles un giro de noventa grados a los planes de estudio, a la forma de impartir las clases y, sobre todo, a nuestros prejuicios sobre la capacidad intelectual de los estudiantes. Soy consciente de que el profesorado no puede con tanto giro, ya que el propio sistema universitario español es irracional, vetusto y falto de los recursos imprescindibles según la conocida estrategia antidemocrática de reducir al mínimo la eficacia de la Universidad pública para crear una élite conservadora dirigente sobre un pueblo de mansos borregos anestesiados. Pero mientras llega el cambio necesario que nunca llega, al profesor se le ofrece la posibilidad de una renovación personal como intelectual y como pedagogo.
Por una parte, aceptemos que estamos en una nueva cultura y que hemos de aprender su lenguaje y no el tradicional, que suena al latín de los clérigos medievales frente al 'roman paladino en qual suele el pueblo fablar a su vecino'. Por otro lado, ¿no nos invita la juventud a enseñar una ciencia más humana, directa, viva y aplicable a la vida? Su forzosa vinculación al trabajo ¿no les concede el derecho democrático a ser ayudados a soportar un régimen laboral a menudo injusto y precario mediante una aculturación cívica que les defienda de la 'telebasura' y del conformismo apático que los poderosos fomentan?
En este curso pasado he percibido también que los profesores jóvenes son de una abnegación ejemplar. Pese a su difícil ascenso universitario, pues no hay plazas, y las escasas facilidades que les da el sistema vigente, trabajan a destajo mientras sufren los inconvenientes pedagógicos citados. ¡Ellos pueden renovarse! Bastaría con que se esforzasen por comprender la dramática situación de sus alum-
He vuelto a mi Universidad después de 15 años de servicios especiales en el Consejo Consultivo de la Generalitat. Mi marcha se debió a una tremenda sensación de inutilidad. Acostumbrado a un cómplice diálogo con los estudiantes durante largos años de combate antifranquista, me descorazonó la indiferencia que los míos sentían por la recién estrenada Constitución y el flamante Estatut de Catalunya. Mis clases aburrían y algún alumno se enfrascaba en las páginas del periódico. Él me dio la mejor explicación de su desinterés por la asignatura. No consultaba la cartelera o los deportes, sino las ofertas de trabajo. La juventud tenía problemas más graves que el aprendizaje de la democracia.
Han pasado tres lustros y el panorama estudiantil confirma y agrava de algún modo lo que ya se apuntaba. La mayoría de los jóvenes trabajan o buscan trabajo y han crecido con mentalidad pragmática. Aparte de ganarse la vida, poco más les preocupa. Por otro lado, su formación previa deja mucho que desear y el impacto de los medios de comunicación ha vulgarizado su psicología y sus hábitos de conducta. Ni una ni otros favorecen ese nexo fundamental entre profesores y alumnos que es la comprensión recíproca.
De entrada, los estudios son vividos como un gran esfuerzo, que nace de la fatiga laboral, el exceso de asignaturas, el escaso tiempo para prepararlas y, sobre todo, de la dificultad para leer y comprender el sentido de múltiples conceptos inevitablemente abstractos o sintetizadores de un cúmulo de saberes desconocidos. Los jóvenes son audiovisuales, concretos y prácticos. La lectura les aburre; un concepto es un arcano; la teoría, una serie infinita de ejemplos para saber a qué atenerse en cada caso o no es nada. Frente a ellos, los profesores proclamamos su incultura, su desconocimiento del lenguaje y del saber filosófico, histórico o literario imprescindible, su apego a 'apuntes' que ahorren toda consulta a la biblioteca y, en general, su escaso prurito de hacer mejor las cosas, contentos con el 'ya está bien'. Esta triste impresión responde a nuestro propio concepto de la ciencia, a nuestros tópicos pedagógicos y a un cierto desdén de élite digna y resistente ante la vulgaridad ambiental que nos inunda.
Se plantea, pues, una cuestión clave: si la misión del pedagogo es transmitir un saber comprensible a quien carece de él y de los instrumentos mentales para recibirlo, ¿no hemos de ser los profesores quienes nos adaptemos a esa realidad, de momento inamovible? Adaptarse no supone rebajar el nivel preciso (más bajo no puede ser), sino darles un giro de noventa grados a los planes de estudio, a la forma de impartir las clases y, sobre todo, a nuestros prejuicios sobre la capacidad intelectual de los estudiantes. Soy consciente de que el profesorado no puede con tanto giro, ya que el propio sistema universitario español es irracional, vetusto y falto de los recursos imprescindibles según la conocida estrategia antidemocrática de reducir al mínimo la eficacia de la Universidad pública para crear una élite conservadora dirigente sobre un pueblo de mansos borregos anestesiados. Pero mientras llega el cambio necesario que nunca llega, al profesor se le ofrece la posibilidad de una renovación personal como intelectual y como pedagogo.
Por una parte, aceptemos que estamos en una nueva cultura y que hemos de aprender su lenguaje y no el tradicional, que suena al latín de los clérigos medievales frente al 'roman paladino en qual suele el pueblo fablar a su vecino'. Por otro lado, ¿no nos invita la juventud a enseñar una ciencia más humana, directa, viva y aplicable a la vida? Su forzosa vinculación al trabajo ¿no les concede el derecho democrático a ser ayudados a soportar un régimen laboral a menudo injusto y precario mediante una aculturación cívica que les defienda de la 'telebasura' y del conformismo apático que los poderosos fomentan?
En este curso pasado he percibido también que los profesores jóvenes son de una abnegación ejemplar. Pese a su difícil ascenso universitario, pues no hay plazas, y las escasas facilidades que les da el sistema vigente, trabajan a destajo mientras sufren los inconvenientes pedagógicos citados. ¡Ellos pueden renovarse! Bastaría con que se esforzasen por comprender la dramática situación de sus alum-
nos y la perplejidad que sienten ante una incomunicación que achacan a una dureza de la enseñanza. Es verdad que a veces parecen niños mimados por una comodidad ambiental poco exigente y una pasividad que huye de la participación escolar y de todo interés intelectual gratuito.
Me parece que los jóvenes carecen de la suficiente autoestima. Son inseguros. No confían en sí mismos porque no se les ha ayudado a formarse una personalidad. Yo creo que les ha faltado en su familia y en la escuela esa dedicación amorosa que es el núcleo mismo de todo aprendizaje. Se les ha impuesto la enseñanza, no se les ha ofrecido. Han estado al servicio de las asignaturas, no éstas al suyo. El profesor era un dictador que dictaba, no un compañero, un amigo o, si se quiere, el padre o la madre que en la vida cotidiana no tuvieron más que en teoría por culpa de la inhumana preocupación laboral y económica que destruye cualquier hogar auténtico.
Convencido de mi poca utilidad como profesor convencional ante una generación radicalmente otra, me dediqué este curso pasado a no pretender otra cosa que expresar a mis estudiantes un sincero afecto de persona a persona utilizando el Derecho Constitucional como instrumento para recuperar su autoconfianza, animándoles a participar, a discutir, a dar su opinión, a hacerles saber lo que ya sabían y que no sabían que sabían. El éxito ha sido rotundo.
Pero no puedo ponerme como ejemplo de nada, sino como testimonio de las posibilidades que, pese a todo, laten en la humanidad viva de toda juventud discente a condición de que también el docente se sienta como uno de esos jóvenes. Por un curso y en clave de despedida jubilar yo me he sentido así. Pero se requieren menos años que los míos para lograrlo durante muchos más.
nos y la perplejidad que sienten ante una incomunicación que achacan a una dureza de la enseñanza. Es verdad que a veces parecen niños mimados por una comodidad ambiental poco exigente y una pasividad que huye de la participación escolar y de todo interés intelectual gratuito.
Me parece que los jóvenes carecen de la suficiente autoestima. Son inseguros. No confían en sí mismos porque no se les ha ayudado a formarse una personalidad. Yo creo que les ha faltado en su familia y en la escuela esa dedicación amorosa que es el núcleo mismo de todo aprendizaje. Se les ha impuesto la enseñanza, no se les ha ofrecido. Han estado al servicio de las asignaturas, no éstas al suyo. El profesor era un dictador que dictaba, no un compañero, un amigo o, si se quiere, el padre o la madre que en la vida cotidiana no tuvieron más que en teoría por culpa de la inhumana preocupación laboral y económica que destruye cualquier hogar auténtico.
Convencido de mi poca utilidad como profesor convencional ante una generación radicalmente otra, me dediqué este curso pasado a no pretender otra cosa que expresar a mis estudiantes un sincero afecto de persona a persona utilizando el Derecho Constitucional como instrumento para recuperar su autoconfianza, animándoles a participar, a discutir, a dar su opinión, a hacerles saber lo que ya sabían y que no sabían que sabían. El éxito ha sido rotundo.
Pero no puedo ponerme como ejemplo de nada, sino como testimonio de las posibilidades que, pese a todo, laten en la humanidad viva de toda juventud discente a condición de que también el docente se sienta como uno de esos jóvenes. Por un curso y en clave de despedida jubilar yo me he sentido así. Pero se requieren menos años que los míos para lograrlo durante muchos más.
J. A. González Casanova es catedrático de Derecho Constitucional de la UB.
J. A. González Casanova es catedrático de Derecho Constitucional de la UB.
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