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Comunidades de municipios

En la actividad parlamentaria a menudo acaba pasando desapercibido lo sustantivo mientras destaca lo adjetivo. Así ha ocurrido en el último pleno del curso en la Cámara catalana: el inicio del debate sobre la modificación del régimen electoral de los consejos comarcales ha ocultado la aprobación de la reforma de la ley municipal de Cataluña. El hecho es comprensible, por la morbosidad del tema electoral y la gesticulación que siempre lo acompaña, pero hay que señalar que la reforma tan discretamente aprobada puede suponer una mejora muy notable en la vida de nuestros municipios.

En efecto, en los últimos tiempos se ha ido extendiendo el consenso sobre la necesidad de transferir más competencias y recursos a los municipios. Se acercaría con ello la Administración al ciudadano, haciéndola más transparente y controlable, y se vendrían a cumplir los requerimientos de la subsidiariedad: que todo aquello que pueda realizarse de forma eficiente en un nivel de gobierno próximo al ciudadano no se ejecute en otro superior.

Sin embargo, todos los proyectos que han tratado de traducir en Cataluña estos principios en realidad han chocado con una barrera aparentemente insuperable: la fragmentación del mapa municipal catalán, más de 940 municipios, de los cuales más de la mitad no alcanza los 1.000 habitantes y cerca de una cuarta parte tiene menos de 200. Mal se puede conferir competencias -en materia de educación, de sanidad o de bienestar social, por ejemplo- a entidades que no disponen del tamaño mínimo para ejercerlas eficientemente.

Ante esta dificultad, expertos y legisladores se han inclinado tradicionalmente por avanzar propuestas, más o menos obligatorias, de fusión o agrupación. De las 'rodalies' de Joan Soler i Riber en la década de 1970 a las 'municipalies' de Lluís Casassas y Joaquim Clusa en la de 1980, de las comarcas de la Generalitat republicana a las comarcas de 1987, siempre se ha partido de la misma idea: agrupar desde arriba los municipios para coordinar la prestación de servicios. La propia Comisión de Expertos presidida por Miquel Roca i Junyent, que el año pasado elevó al Parlamento un informe sobre la reforma de las leyes de organización territorial en muchos aspectos encomiable, seguía la misma lógica: fusionar los municipios menores de 250 habitantes y agrupar progresivamente los menores de 1000.

Este tipo de soluciones se han revelado reiteradamente inviables por razones de dos órdenes. En primer lugar, porque los ciudadanos afectados se muestran renuentes a perder un órgano que les representa. Y porque en un territorio crecientemente integrado e interdependiente, las relaciones jerárquicas piramidales tienden a ser sustituidas por una articulación parecida a una red, que casa mal con la rigidez de una adscripción administrativa unívoca y exclusiva.

La solución que propone la reforma de la ley -elaborada de forma milagrosamente consensuada por una ponencia parlamentaria conjunta- parte de una perspectiva completamente diversa: en vez de propugnar la agrupación de municipios de arriba hacia abajo, decide impulsar formas de cooperación de abajo hacia arriba. Del top-down al bottom-up, como dirían los politólogos.

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Hay que decir que el Parlamento catalán contaba, al hacerlo, con algunos predecesores ilustres. Así, en 1933, cuando la Cámara catalana discutía el Estatuto Interior de Cataluña, los diputados Estanislau Ruiz i Ponseti y Manuel Serra i Moret propugnaron, en nombre de la Unió Socialista de Catalunya, incluir un artículo que rezaba: 'El territorio de Cataluña estará integrado por municipios autónomos, que podrán voluntariamente delegar parte de sus funciones a una federación comarcal o un superorganismo creado por ellos mismos'. De abajo hacia arriba.

Estas propuestas anunciaban lo que las legislaciones europeas más avanzadas han acabado haciendo tres cuartos de siglo más tarde. Así, en Francia, por ejemplo, dos leyes promulgadas en 1999 -la Ley Voynet y la Chevènement- basadas no en la agrupación compulsiva sino en la cooperación incentivada y contractual, han conseguido agrupar en comunidades un número muy alto de municipios: 21.000 de las 36.000 comunas francesas se han agrupado.

La reforma de la ley catalana va en la misma dirección, y para hacerlo, apuesta decididamente por el fomento de la cooperación local. Así, facilita la constitución y el funcionamiento de las mancomunidades de municipios, que han sido la figura tradicional de agrupación voluntaria. Una fórmula interesante pero que resulta a menudo para algunos municipios demasiado farragosa y compleja. Para solventar este problema se introduce lo que sin duda es la principal innovación de la reforma: la creación de una figura de cooperación intermunicipal nueva, la comunidad de municipios. Ésta es concebida como una asociación voluntaria que permitirá a los municipios ejercer en común tareas y prestar servicios sin necesidad de crear un órgano administrativo. Su funcionamiento se regula a través de un convenio en el que se establecen los órganos, financiación y forma de adopción de decisiones, que obligan a todos los municipios miembros por igual.

La fórmula puede servir para multitud de funciones, desde la gestión conjunta de una guardería hasta la promoción económica. Para entendernos, si Riudoms, Reus, Santa Coloma de Cervelló, La Pobla de Lillet y Barcelona quisieran agruparse para crear una Comunidad de Municipios Gaudí para la promoción cultural y turística, nadie podría impedírselo. Más aún, tendrían derecho a solicitar financiación de la Generalitat.

La reforma tiene limitaciones notables; sin embargo, el avance conseguido es interesante: introduce un cierto principio, positivo, de competencia interadministrativa y permite dar respuesta fácil, ágil, sólida y flexible a los problemas de representatividad y eficiencia que la cooperación supramunicipal plantea. Y lo hace sin crear una administración más, ni añadir un solo funcionario, sino utilizando mejor y de manera más racional los recursos existentes.

Oriol Nel.lo es diputado del Grupo Parlamentario Socialistes-Ciutadans pel Canvi.

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