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Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA
Tribuna
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La cultura no sirve para nada

Joan Margarit me anima a hablar sobre cultura y política. Y ¿quién puede negarle nada a ese fino arquitecto de la palabra poética, que tantas veces nos ha erizado la piel del alma. Su Joana que suspende el tiempo y burla a la muerte... Su Llum de pluja, con ese 'és com un ferro rovellat, l'oblit', que aún cuelga de los colgadores del miedo, esos que están por ahí, perdidos en el armario del pasado. Y aún recuerdo la mirada de mar que fue mi primera mirada a La dona del navegant: 'la meva pell és fina com l'onada', o ese poema de Mar d'hivern, que tantas veces ha vuelto a mí, cuando alguien se me ha ido: 'la llunyania és en la pell del rostre / com la darrera màscara'. Sus libros de antes, que me hicieron el puente a sus libros de ahora, dibujando una trayectoria de una tal categoría, que casi es única. Margarit no es un poeta nacional. Sus versos no resuenan en la épica de los palacios cuando en éstos zumban tambores de héroes y resistentes. No le dedicarán llantos de patria cuando muera, esos llantos que lloran hoy para mejor olvidar mañana. Sólo es un poeta. Sólo es alguien capaz de explicarnos los abismos que nos roen en el interior de los sentimientos, la palabra que queda cuando parece que no queda nada. 'Siempre nos quedará Bach', me dice. Y tu poesía, poeta...

Poder y cultura. En la política actual, ¿son imaginables los Churchill? O dicho con más espíritu provocador: ¿es imaginable un político capaz de ganar el Premio Nobel de Literatura? Rotundamente no, pero no por el perfil mediocre de la mayoría de políticos en activo, sino porque la política ha expulsado a la cultura de su código interior. Al margen del hecho cierto que muchos de nuestros nombres propios de la res pública sienten una alergia notable a la ilustración y lo máximo que leen son los dossieres que les ha preparado otro intelectual de pro, su jefe de prensa, lo relevante no es la ignorancia de la individualidad, sino que ésta se ha convertido en virtud política. Situados en ese centro de la nada, ese territorio donde todo es negociable, y donde se confunde 'la moderación con la ambivalencia ética'-para utilizar una expresión feliz de Isidro Pascual-Plassa-, nuestros políticos han pasado a ser los artífices de un permanente anuncio publicitario.

Es decir, no se trata de que dominen el pensamiento, sino que dominen la imagen. Por eso tenemos publicistas y no intelectuales en los departamentos de Cultura. Por eso lo nuestro es Jordi Vilajoana y no Jack Lang. El enciclopedista que fue Churchill respondía a un modelo de liderazgo político que se basaba en una personalidad compleja y completa, su aval público. Es decir, el político tenía que estar unos cuantos tacones por encima del respetable, y era ello, su categoría intelectual, lo que ofrecía garantías. ¿Ofrece garantías, hoy por hoy, un político culto? Más aún, lo culto, ¿ofrece garantías a un político? Ni lo uno, ni lo otro, perfectamente asentada una perfecta desconfianza mutua. El ciudadano no contempla la inquietud cultural como una virtud para el liderazgo, y el político no contempla la cultura como un mérito. Al contrario: 'demasiados libros' decían de Albert Gore, como pega para ganar al felizmente iletrado George Bush. Y si en las épocas alegres de Felipe González había que pasear libros bajo el sobaco de Alfonso Guerra -cual Milián Mestre de la izquierda- para quedar medianamente bien, nadie pide a Aznar que ilustre el sobaquillo de ningún cargo del PP. Si los hay cultos, lo esconden, pequeño pecado que liga mal con cartera de importancia. La cultura, hoy por hoy, genera desconfianza, tanto más como la genera un exceso de brillantez en la personalidad. Instalados en el paraíso del hombre corriente -perdonen, pero aún no hay mujeres corrientes...-, ¿se imaginan a nuestro político de nuevo formato explicando a la gente lo mucho que sabe, lo mucho que lee, lo mucho que piensa? Explicándolo para ganar...

Lo dramático, mi querido Margarit, no es que los incultos hayan conquistado el territorio político, sino que ha sido la política la que ha expulsado del paraíso a los cultos. Pero, dime, ¿de dónde no han sido expulsados? ¿En qué lugar del espacio compartido no genera desconfianza la cultura? Si hubo un tiempo de las luces, en que la persona sabia era valorada socialmente, eso pasó a mejor vida. La ideología del éxito, frenética en su ritmo, no puede permitir el tiempo suspendido que exige la cultura. Ergo, la desprecia. Y no sólo la desprecia, ajena a sí misma, le crea una profunda inquietud. De hecho, la repele.

Por eso, amigo, no busques a un político culto. Tal cual el filósofo griego, que aún busca al hombre, en la noche de los tiempos, con su mítica vela, tú también buscas lo imposible. El manual del buen político, en esta actualidad sin ideologías, dice claramente cómo hay que ser: más autoritario que liberal, más corriente que excepcional, más ignorante que leído, más superficial que comprometido, más gestor que líder... Habitante del centro de la nada, sin ninguna tentación de pisar los límites, nuestro político de hoy es alguien que se mueve acelerado sin intención de llegar a ninguna parte. Quizá ese es el gran éxito de la única ideología que ha quedado viva: hacer creer que vivimos en el mejor de los mundos. Si no hay necesidad de transgredir la realidad, perfecta en su monopolio, ¿para qué necesitamos la ilustración? A lo más, necesitamos un capitán de tropa, un presidente de escalera, un monitor de colonias. Ese chico disciplinado, listillo -los listos, ¡ay!, son siempre más de fiar que los inteligentes-, bien diseñado y hasta primero de la clase, que ha conseguido reinar en el reino de la mediocridad. Churchill fue un político para una época que aún creía en el movimiento dinámico de la historia. Ahora, cuando la historia se ha convertido en un tiovivo, Churchill no tiene sentido. Para dar vueltas en la noria, ¿de qué puñetas sirve haber leído?

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