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Columna
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De Ermua a Lasarte

El 10 de julio de 1997, a las 15.30, Miguel Ángel Blanco, de 29 años, concejal del PP en Ermua, fue secuestrado por un comando de ETA. Dos días después, el 12 de julio, al cumplirse el plazo de 48 horas del ultimátum, su cuerpo agonizante era encontrado en las inmediaciones del caserío de Miracampa, en Lasarte. Mañana se cumplen cinco años.

Los autores del secuestro y asesinato fueron, según el auto dictado por la Audiencia Nacional, Javier García Gaztelu, Txapote, José Luis Geresta e Irantzu Gallastegi. Los tres se habían alojado en el piso del ex concejal de HB en Eibar Ibon Muñoa, quien reconoció ante la policía haber facilitado a los miembros del comando datos sobre tres compañeros suyos de corporación, miembros del PP. Cuando, en otoño de aquel año, volvió a ver a los activistas, Muñoa les hizo saber que consideraba un error el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Txapote, que pronto se convertiría en uno de los principales jefes de ETA (hasta su detención en Anglet, el 22 de febrero de 2001), le respondíó, según se recoge en el auto, que tendría que pasar un año para que se vieran los resultados.

Un año después, ETA había asesinado a otros cinco concejales, y los partidos nacionalistas habían suscrito con esa organización un pacto secreto que abría paso a una tregua. Pero también se había producido la mayor movilización ciudadana contra la banda, y en unas condiciones que hicieron temer al PNV que una derrota de ETA lo fuera también del nacionalismo en su conjunto: 'Días después del asesinato de Miguel Ángel Blanco, centenares de militantes del PNV nos reunimos en asamblea' -escribía uno de ellos, el historiador Koldo San Sebastián, el 24 de julio de 2001- 'para ver cómo afrontábamos la brutal campaña mediático-política que se había desatado contra nosotros. En las asambleas se produjeron momentos muy tensos. Había quien pensaba que, efectivamente, sin ETA nos convertiríamos en una fuerza vulgar (...) Se vivieron los momentos más críticos desde 1936'.

Ese temor explica el pacto del nacionalismo democrático con el nazismo etarra: el plasmado en Lizarra y el que esta misma semana, cuatro años después, preside el desafío rupturista, con ultimátum incluido, con que un PNV en plena huida hacia el abismo intenta responder a la posibilidad de ilegalización del brazo político de ETA. Tras la tregua, el brazo militar ha asesinado a otros siete ediles del PP y PSOE, y sus cuadrillas de acoso han seguido sus ataques contra concejales no nacionalistas, buscando su renuncia. De los 242 concejales socialistas elegidos en 1999, han dimitido 19: el 8%.

El ataque sufrido por Ana Urchueguía, alcaldesa socialista de Lasarte, hace tres semanas, expresa de manera condensada los efectos de ese pacto de sangre entre los dos nacionalismos: el acoso a un cargo público por parte de una jauría que lanza objetos e insulta a gritos -fascista, asesina-, sin que intervenga la policía ni surja de entre el público nadie que le defienda. O, días después, la imagen de Urchueguía y los demás concejales del PSOE, que tiene mayoría absoluta en el municipio, sin poder salir al balcón del ayuntamiento, según es tradición en vísperas de San Pedro, ante la actitud agresiva de una parte de los vecinos; mientras tanto, los concejales nacionalistas, incluyendo los dos de Batasuna, saludaban desde otro balcón. El socialista Ramón Jáuregui ha revelado estos días que la Ertzaintza ofreció a la alcaldesa intervenir contra los agresores, pero advirtiendo de que tendría que practicar detenciones; según Jáuregui, fue la propia Ana Urchueguía quien decidió evitar esa situación, convencida de que supondría arruinar las fiestas del pueblo.

La mayoría acogotada por la minoría audaz, la falta de autoridad de las instituciones, el chantaje de que sólo hay tranquilidad si mandan los nacionalistas: todos los elementos del drama vasco se concentran en esas dos imágenes. Incluyendo el que más recuerda a lo ocurrido hace 70 años en Alemania, que no aparece en las fotos, pero sí en una tira publicada hace más de 20 años por el dibujante Juan Carlos Egillor como metáfora de lo que ya comenzaba a ser Euskadi: un payaso trata por todos los medios de hacer reír al público; los espectadores, sin embargo, están cada vez más enfadados. El payaso, desesperado, saca un revolver y se vuela la cabeza. En la última viñeta se ve al cómico muerto en medio de un charco de sangre mientras el público ríe, por fin, a grandes carcajadas.

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