La ansiedad de los dioses
Nunca una huelga general, que según el Gobierno no existió, se había llevado tanta gente por delante. Paga Aparicio, que se limitó a tramitar -contra su criterio- la arrogancia de su señorito en forma de decretazo, y paga el madrugador Pío Cabanillas, por su exceso de celo comunicacional. Pero además la huelga ha despertado a Aznar de su ensimismamiento para meterle en un estado de ansiedad que le lleva a querer recuperar en dos días el tiempo perdido en el año de su ascensión a los cielos. Muy mal debe ver las cosas el presidente para tragarse su acreditado orgullo dos veces en veinticuatro horas. Primero, para pedir a su cordial enemigo Ruiz- Gallardón, una de las personas a las que más ha ninguneado, que le saque del apuro de Madrid, y, después, para hacer una renovación tan profunda de su Gobierno que equivale a un reconocimiento de que el equipo se había desfondado en las últimas etapas. En política, cuando entran las prisas mala señal. Quiere decir que se ha perdido el control de los tiempos y de los ritmos. La soledad política no es fácil de soportar ni siquiera cuando se tiene mayoría absoluta. La huelga general hizo que de pronto el Gobierno se viera muy sólo. De ello tiene buena parte de culpa Pujol. Y probablemente también la prensa internacional -especialmente algunos diarios conservadores- que aquel día fue sorprendentemente dura con el presidente. Aznar tuvo que comprender que no todo estaba tan bien atado como él creía.
De pronto resulta que la inexistente alternativa -la que ayer mismo Aznar decía que no se veía en ninguna parte- se ha convertido en un toro que infunde respeto. Aznar crea un acontecimiento -el cambio de Gobierno- para tratar de tapar el debate del estado de la nación, cambia algunos de los ministros más quemados con la pretensión de dar los errores de estos últimos meses por zanjados y cambiarle el guión a Zapatero. Pero un presidente tan autoritario y controlador difícilmente puede cargar sobre sus ministros responsabilidades que son suyas. Ha cambiado algunos fusibles, pero la instalación eléctrica sigue siendo la misma.
Sin embargo, probablemente la razón principal del precipitado aterrizaje de Aznar en la política española, después de haber llegado al éxtasis mundial poniendo las piernas sobre la misma mesa que Bush, esté en el malestar creciente que había en el seno de su propio partido. Eran muchas las voces que empezaban a quejarse de que el presidente pensando en su futuro personal se estaba cargando las expectativas del partido. Y Aznar debe haberse dado cuenta de que el autorretrato en mármol que ésta esculpiendo para fijar su lugar en la historia resultaría ser de barro si el próximo año el PP perdiera Madrid y su sucesor no pudiera con Zapatero. La derecha volvería a los cuchillazos de siempre y la gloria de Aznar se convertiría en fango. Aznar, el unificador de la derecha, la devolvería tan desunida como la encontró.
El nuevo Gobierno lleva uno de los sellos inconfundibles del presidente: el gusto por borrar pistas. Todo aquel que quiera deducir de los cambios el nombre del sucesor va listo. Rajoy, beneficiando de su habilidad de estar por ahí sin hacer ruido y de su excelente trabajo contra ETA, está ya en el penúltimo peldaño. Pero también sube Acebes, el protegido. Y cualquier interpretación cabe sobre Zaplana, que cede la presidencia valenciana por un ministerio envenenado y de alto riesgo en la coyuntura actual. Dicen que el futuro es de los atrevidos. Y atención a la nueva ministra de Asuntos Exteriores, porque sería maravilloso que Aznar dejara como sucesora a la primera mujer presidenta de España. Lo que sí está claro es que hay dos nombramientos que no son premio sino más bien tarjetas amarillas: Piqué, que pierde sensiblemente status. Y Arenas que sale del partido en el momento decisivo. ¿Con la remodelación recuperará Aznar la calma o el descenso sobre la tierra promete nuevas tempestades? La ansiedad de los dioses es imprevisible para los hombres.
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