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Columna
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Gobernar, ¿con quién?

Josep Ramoneda

CiU sabe lo que dicen las encuestas: que nada le perjudica tanto como aparecer aliada con el PP. ¿Por qué? Porque el problema de CiU no es crecer electoralmente -el desgaste de tantos años lo hace casi imposible-, sino tratar de hacer el pleno de los suyos, de los que casi siempre le han sido fieles, aunque algunos de ellos optaran por la abstención en las últimas elecciones. Y precisamente es un sector de los suyos -el que coloca el conflicto entre nacionalismos por delante de la concordancia en el modelo económico- el que vive de modo más incómodo la alianza con la derecha española. Y esta incomodidad podría provocar una nueva sangría de votos hacia la abstención. Una fuga que sería, sin duda, determinante, porque los márgenes son muy escasos.

Ante esta realidad, CiU repite la tradicional ceremonia de distanciamiento de su aliado. Lo hacía ante cada convocatoria electoral con el PSOE y lo sigue haciendo con el PP. Puesto que el PSOE provocaba menos rechazo que el PP, esta vez el rito parece que va a ser algo más aparatoso. Hay que emitir signos para que los militantes más sensibles, los que sólo por razón patriótica han aceptado los devaneos con el PP, puedan seguir en la creencia de que CiU sigue nacionalmente inmaculada y que si alguna vez su pureza se ha visto mancillada ha sido porque la patria -es decir, el mantenimiento del clan en el poder- lo exigía. Al fin y al cabo, en la práctica, un papel destacado de las ideologías -quizá el principal- ha consistido en dar coartada a los dirigentes para sacrificar sus valores -en nombre del ideal, por supuesto- en el altar del poder.

Los desencuentros entre el PP y CiU dominarán, por tanto, la escena política catalana en los próximos meses. Es útil para ambos. A CiU le permite recuperar -si es que todavía hay gente que cree en estas comedias de enredos- lo que en el lenguaje nacionalista se llama la identidad. Y a ambos, desplazar la atención de la deficiente gestión de CiU y de la aparición estelar -con música de mayoría absoluta- de los rasgos tradicionales -autoritarios y antisociales- de la derecha española. Si alguien no lo remedia -y probablemente sólo pueden hacerlo los medios de comunicación-, el gran debate político en Cataluña en los próximos meses se centrará en la fecha de las elecciones, un tema sin duda menor en la medida en que, a lo sumo, se adelantará unos pocos meses respecto al término legal de la legislatura.

Los ciudadanos tendrán que elegir, en algún momento del año próximo, cómo se orienta políticamente el pospujolismo. Y la importancia de este cambio de época es suficiente como para exigir cierta claridad en las cartas que se ponen sobre la mesa, más allá de las pláticas y peleas de familias, que generalmente sólo sirven para aumentar la sensación de coto cerrado de la política.

En un escenario en que lo más probable es que nadie tenga mayoría absoluta, habría que pedir claridad no sólo en las propuestas, sino también en las alianzas. Y ya sé que es pedir mucho porque, dado que el poder es más importante que el programa, ningún partido político quiere reducir de antemano el abanico de combinaciones posibles para conseguir la sagrada silla. Y sin embargo, si el pueblo es soberano, tiene derecho a saber.

Los escenarios posibles -y razonables- son limitados. Y se pueden reducir a tres figuras: la continuidad, la socialización de la continuidad y el cambio. La primera figura sería la prolongación de la alianza CiU-PP, en cuyo caso probablemente el PP estaría en condiciones de imponer nuevas condiciones a la hora de formar gobierno. En realidad, poco variaría: más de lo mismo, si se me permite el juego de palabras. La segunda sería el gobierno transversal CiU-PSC, algo que tiene predicamento en ciertas élites nostálgicas catalanas, pero que a mi entender sería la peor de las soluciones posibles. Por tres razones: porque convertiría el cambio en un cambalache para dejarlo todo igual, pero aumentando el número de cómplices; porque CiU y el PSC son los dos pilares sobre cuya confrontación se construye la dialéctica democrática en Cataluña y sólo una situación de emergencia -y no es el caso- podría justificar un acuerdo que sustituyera esta dinámica que garantiza la normalidad democrática, y porque sólo el discurso de cuanto peor, mejor puede ser favorable a una opción que facilitaría el crecimiento del PP por la derecha, como única alternativa eficiente al magma mayoritario.

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La tercera figura sería el llamado gobierno de progreso, formado por la coalición PSC-ERC-ICV que en este momento configura la oposición parlamentaria catalana, que es la única hipótesis de cambio real que hay en escena.

Cualquier otra variación del dibujo está en manos de Esquerra Republicana, que podría cobrar a precio de oro la salvación de CiU según cuáles fueran los resultados, aunque a medio plazo probablemente supondría para ERC la pérdida de todo el terreno ganado en los últimos años disputándole la patente de nacionalismo al partido gobernante.

Siendo claras las opciones posibles, deberían serlo también las intenciones de los que van a someterse al sufragio universal. Guardarse cartas escondidas para el día siguiente tiene algo de juego tramposo. El argumento es que las circunstancias -es decir, los resultados- pueden imponer combinaciones no deseadas, pero que, sin embargo, tendrán que aceptarse en aras de la gobernabilidad. La gobernabilidad es uno de tantos gadgets ideológicos estúpidos que sirven sólo para justificar que se haga la contrario de lo que se prometió, pero en nada contribuye al buen nombre de la política. Si los ciudadanos saben a qué piensa jugar cada cual el día siguiente, su voto dejará pocas dudas sobre qué coalición prefiere. Y los sacrificios en aras de la gobernabilidad podrán ahorrarse. Puesto que la prenda es el poder, nadie quiere comprometerse de antemano, porque para tal objetivo todos los apaños se consideran buenos. Pero la pregunta es perfectamente lícita: ¿con quién piensa gobernar, señor candidato? Y habrá que machacar a los aspirantes para que no se escapen con malas razones. Al fin y al cabo, como hemos visto en esta legislatura en que CiU ha ido atada al PP, por más que ahora gesticule tanto como pueda para que se olvide, las alianzas son determinantes a la hora de gobernar. Los electores votan para decidir quién va a gobernarnos. Hay, por lo tanto, informaciones que no es legítimo ocultarles.

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