Contrarreloj
Galapagar está a un paso de Madrid, aunque aspira a volar lejos programando tendencias diversas en apretados carteles que, en su cuarta jornada, pusieron a prueba la rapidez de los técnicos de escenario. Fue una noche contrarreloj con nada menos que cuatro actuaciones. En total, casi cinco horas de música repartida entre lo excelso y lo discreto, lo innovador y lo francamente adocenado.
Pocas palabras bastan para describir a Gabriela Anders. Practica ese pop, vagamente etnificado, para adultos conformistas y poco amigos de los sobresaltos, que en disco chifla a los audiófilos y en directo suena a pachanga irritante y anacrónica para los melómanos. La argentina, un bombón de licor con guinda insípida, cantó en español, inglés y brasileño, pero ni con ese despliegue idiomático consiguió hacerse entender, sobre todo en Contigo en la distancia, un precioso bolero que mató bien muerto.
Galapajazz
Adrian Iaies trío, Wagon Cookin', Gabriela Anders, John Scofield + Joe Lovano + Dave Holland + Al Foster. Velódromo de Galapagar. Madrid, 4 de julio.
Tampoco Wagon Cookin' estuvo muy preclaro en su exposición. Cierto que el grupo navarro-madrileño busca en la sección de géneros frescos cuando la mayoría de las bandas de electrojazz se surten exclusivamente de la de congelados, pero la aportación al género de los entusiastas hermanos Garayalde no consiguió escapar de la cruda convención. Quizá convendría que introdujeran alguna modificación en los ingredientes básicos, porque la presencia de dos cantantes de fenotipo físico y vocal antagónico no resulta ya suficiente reclamo.
Actitud bien distinta la de Adrián Iaies. El pianista argentino está desarrollando algo verdaderamente nuevo y bastó media hora escasa de actuación para comprobar que su síntesis de tango y jazz se siente cada vez más convencida de sus premisas. Muy bien apoyado por Horacio Fumero al contrabajo y Pablo Mainetti al bandoneón, equilibró con tacto admirable la milonga añeja con el jazz futurista, y encontró una reveladora veta creativa en el clásico You don't know what love is, además de demostrar que se puede crear un repertorio con entidad propia en Valsecito para una rubia tremenda.
La alopecia empieza a hacer estragos en los veteranos integrantes del cuarteto estelar que cerró la noche, pero su música ondeó al viento como una melena sana y frondosa. Todos son jefes de tribu de sus respectivos instrumentos, pero si hubiera que otorgarle mando en plaza a alguno lo más sensato sería elegir a Dave Holland. Escuchándole se tuvo la sensación de que no se puede ir más lejos con el contrabajo. En un sensato derroche de facultades técnicas, utilizó incluso el dedo anular de su mano derecha, un lujo sólo al alcance de los portentos de las cuatro cuerdas, para acelerar sin chirriar de neumáticos. Ágil sin perder cuerpo, sobrio sin escatimar brillantez, limpio y preciso en cada frase, el británico anonadó en una introducción aflamencada y repitió la hazaña en el blues que cerró la noche. Para entonces, el guitarrista John Scofield había reiterado que domina tanto la variante asordinada de la escuela Jim Hall como las texturas ásperas y los trazados laberínticos de la modernidad más global. Por su parte, Al Foster lo sembró todo de un primoroso percutir persistente en imaginación, y Joe Lovano se fajó con el saxo tenor y el soprano curvo como si estuviese disputando el combate de su vida, feliz en un cuadrilátero infinito y asimétrico que le permitió pegar y esquivar con grácil arrojo.
Estándares
El temario del cuarteto se basó en composiciones nuevas democráticamente repartidas entre sus miembros, pero dio la sensación de que algunas rendían homenaje a antiguos estándares; bien por su esquema rítmico, línea melódica o atmósfera general, sus piezas trajeron a la memoria Airegin, de Sonny Rollins; Lonely woman, de Ornette Coleman, o Resolution, de John Coltrane. De ese fecundo debate entre el pasado entrañable y la apertura a nuevas soluciones, el grupo acertó a extraer un acuerdo de jazz soberano y omnidireccional . El público que acudió en masa al velódromo de Galapagar, y que antes había tomado el borde del escenario para bailar con WagonCookin' y Gabriela Anders, volvió a sentarse para que las neuronas iniciasen otra danza. Quizá fuera menos llamativa, pero ya se sabe que la emoción genuina suele ser sigilosa y no se deja ver.
Babelia
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