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El desafío de la Europa de la seguridad interior

Ana Palacio

Pocos debates europeos interesan hoy potencialmente tanto a los ciudadanos como los relacionados con las políticas de justicia e interior -en jerga comunitaria, la reforma del Tercer Pilar-. El terrorismo, la inmigración ilegal, la seguridad interior en general, son temas de actualidad evidente, tanto en las opiniones públicas europeas como en la emergente opinión pública europea. Asimismo, el ciudadano es consciente de la carencia que supone la inexistencia de un espacio judicial europeo al constatar no sólo las consecuencias de la actual compartimentación en la lucha contra el crimen organizado, sino, en variadas experiencias de ejercicio de sus derechos, como la carrera de obstáculos para ejecutar una sentencia comercial de otro Estado miembro o la impotencia frente a situaciones como el secuestro de hijos en parejas transnacionales.

Hay, pues, urgencia política. Urgencia política de terminar con un largo periodo de creación de un derecho virtual. Un periodo en que los actos legislativos adoptados en Bruselas rara vez llegaban a cobrar vigencia, para sorpresa, perplejidad y descreimiento de la opinión pública que leía en grandes titulares la firma de convenios -extradición, cooperación judicial en materia penal, por no citar más que dos ejemplos de las decenas que cabría enumerar- para comprobar meses o años más tarde, en alguna crónica de tribunales, que no han entrado en vigor, y que es más que probable que no entren nunca en vigor. ¿A quién puede sorprender la desvalorización de todo el proceso de integración europea que producen estas situaciones inteligibles para cualquiera?

La adopción reciente de las decisiones marco sobre terrorismo y creación de la Eurorden de detención y entrega, pese a no haber entrado todavía en vigor, marca la toma de conciencia por parte de los responsables políticos de que es preciso pasar de las palabras a los hechos, de lo virtual a lo real, del programa a la eficacia. Sin embargo, existe, a tratado constante, un claro desfase entre la urgencia del problema político que supone la eficacia en este ámbito y la complejidad de las respuestas técnicas que el marco jurídico permite. Por ello, el éxito de la Convención se medirá en su capacidad de idear soluciones que aúnen, partiendo de una filosofía de subsidiariedad de la acción de la Unión, una sólida ambición -garantizar los derechos de los ciudadanos de la Unión- con la racionalización de los instrumentos para alcanzarla.

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En efecto, el Tratado consagra el derecho de los ciudadanos a la seguridad, derecho que los Estados miembros no están en condiciones de garantizar por sí solos. Hace falta, pues, construir una Europa de la seguridad interior que complete los dispositivos nacionales y capitalice los logros de Amsterdam, Tampere, Niza y Laeken. Esta Europa se debe cimentar en un orden público europeo que consagre el denominador común del orden público nacional de cada Estado miembro, que en gran parte ya ha sido formulado por el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales y la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo (en inmigración y ayuda mutua represiva, por citar tan sólo dos ámbitos). Así, el terrorismo o la trata de seres humanos forman parte de este orden público europeo, mientras que la eutanasia, el aborto o el matrimonio entre homosexuales, cuestiones en las que se manifiestan inercias culturales tan arraigadas como diferentes, quedan fuera de aquél. Además, la coherencia del conjunto debe asegurar el juego del principio de no discriminación entre los ciudadanos de la Unión, tanto de manera negativa frente a la inseguridad como de forma positiva, en el disfrute de los derechos fundamentales reconocidos por el Tratado. Y es que el Tratado garantiza los derechos fundamentales de los ciudadanos de la Unión Europea, y por ello esta Europa de la seguridad interior debe construirse respetando esos derechos, desde la transparencia a la protección de datos, desde el derecho de acceso a la justicia (en igualdad de condiciones que los nacionales, incluida la gratuidad) hasta la libre circulación y residencia. Por último, habrá de establecerse un control jurisdiccional efectivo tanto en el plano nacional como en el europeo; y, en este contexto, la Convención debe decidir la incorporación al Tratado de la Carta de Derechos proclamada en Niza y la justiciabilidad de todos o algunos de sus preceptos, y debe reflexionar sobre la eventual adhesión de la Unión (previo establecimiento de la personalidad jurídica de ésta) al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales.

En cuanto a la primacía de la subsidiariedad, es corolario de la eficacia. El espacio de libertad, seguridad y justicia es por naturaleza un entorno donde, para resultar eficaces, la Unión sólo debe intervenir en los ámbitos, en la medida y en el momento en que la acción nacional no resulte adecuada para afrontar con éxito algún problema común. Esto es, la responsabilidad de los Estados miembros es y deberá seguir siendo la regla, a reserva de no afectar intereses que lo sean del conjunto. Además, el enfoque político de esta intervención debe dar prioridad a la esencial entraña democrática de la seguridad, puesta crudamente de manifiesto por recientes acontecimientos electorales, a través de la definición de unas prioridades claras en materia de política de inmigración y de política penal, lo que implica un fortalecimiento del Parlamento Europeo y del papel de los Parlamentos nacionales, que son los mejor situados para valorar el impacto real en el tejido social de una determinada medida tanto en la fase de consulta como a la hora de su aplicación. La formulación de reglas comunes se tiene que consolidar allí donde priman los aspectos procedimentales como el derecho de asilo, el derecho de inmigración -incluidas las políticas de integración- o el derecho penal procesal, mientras que debe ser excepcional en el derecho material. En este terreno, la actuación armonizadora debe restringirse a aquellas cuestiones que sean claramente de orden público europeo, como el terrorismo o la trata de seres humanos ya mencionados, manteniéndose por principio el reconocimiento mutuo en cooperación judicial civil o en infracciones ordinarias. La creación de órganos operativos o de agencias debe fundamentarse en esta elección, dando preferencia a la coordinación de los órganos nacionales; esto es, debe preferirse el modelo Eurojust frente al modelo Europol. Todas estas reflexiones conducen, asimismo, a reafirmar la prevalencia del principio de subsidiariedad a la hora de establecer el reparto concreto de competencias y responsabilidades.

Finalmente, la simplificación del marco institucional es indispensable, ya sea mediante la fusión de los actuales pilares, ya sea a través de la sistematización de planteamientos transversales, que habrá de incorporar la dimensión externa de las políticas de seguridad, alineando el régimen jurídico de instrumentos tales como la directiva y la decisión-marco y nivelando los controles democráticos y jurisdiccionales. Es deseable, asimismo, la simplificación y la clarificación de las funciones organizativas de entes cuyos perfiles y eficacia son cuando menos borrosos, como es el caso de Europol, con cuatrocientos funcionarios, o OLAF -la oficina creada a partir de la Comisión Europea para luchar contra el fraude en los intereses financieros de la Unión Europea-, con más de doscientos. Y es esencial la simplificación de la adopción de decisiones a través del recurso a la mayoría cualificada y el fin de los sistemas de opting out -esto es, la posibilidad de cualquier Estado de no participar en una determinada política- o de la tolerancia frente al opting in temporal, privilegiando en cambio las técnicas de abstención constructiva. La responsabilización de los socios es la condición de la eficacia del dispositivo tanto en la fase de elaboración de la legislación a través del método de evaluación y de coordinación como en la de puesta en práctica de las medidas, para lo cual es deseable la instauración de un recurso para los supuestos de incumplimiento en materia de ayuda mutua, y la sistematización de los procedimientos de sanción por incumplimiento de los Estados.

La Convención se enfrenta, pues, a un gran desafío. La Unión, al establecer primero y reforzar después el concepto de ciudadanía europea, al cimentar su propio desarrollo en los derechos fundamentales, ha cambiado de naturaleza, y desde el terreno económico se ha introducido hoy ya plenamente en el ámbito de lo político, creando expectativas en los ciudadanos, que no son ya meros nacionales, sino también ciudadanos europeos. Una gran batalla se está librando, pues, en este territorio de frontera, pudiéndose decir, con propiedad, que el futuro de la Unión Europea depende de nuestra ambición y nuestra capacidad de consolidar una auténtica Europa de la seguridad interior.

Ana Palacio es miembro del Presídium de la Convención Europea.

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