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Columna
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La pequeña Hitler

Algunas grandes frases son mentira, como esa que dice que si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente. Ustedes también saben que esa sentencia es pura retórica, que está tan hueca como un verso de Pemán, porque han conocido en sus colegios, en sus oficinas y en los despachos, salas de espera o recepciones a los que les han llevado sus vidas a un montón de gente con un poder diminuto o circunstancial cuya corrupción, sin embargo, era también absoluta. ¿Quién no ha sido maltratado, alguna vez, por una de esas personas malencaradas y soberbias que son el pequeño Hitler de su ventanilla o el Franco de su mostrador, mujeres y hombres que miran al siguiente de la fila igual que quien se dispone a pisar un insecto y nos dan cita, sellan unos papeles o clavan una grapa igual que si le declarasen la guerra a Japón, siempre furiosos, siempre despectivos, siempre con la mecha encendida y a punto de estallar? Da miedo pensar qué pasaría si en lugar de un bolígrafo y un tampón esos eternos indignados tuviesen en sus manos un ejército y una bandera.

El otro día entré en el ambulatorio que la Seguridad Social tiene en la calle de Quintana. Eran las primeras horas de la tarde, hacía calor y el asfalto ardía como si fuera nieve del infierno, pero no me importaba, porque iba allí con gusto, lleno de esa fe militante que muchas personas tenemos en la sanidad pública, a pedir hora para que atendiesen con cierta urgencia a mi madre, que, como tantos pacientes a su edad, se encontraba en esa encrucijada en la que tomar o dejar de tomar un medicamento determinado te cura una enfermedad, pero te agrava otra. Cogí un número, me senté en la sala y esperé mi turno. Un cuarto de hora más tarde se encendió un 40 rojo en un marcador y me acerqué a la ventanilla, donde me esperaba una mujer rubia con cara de amargura y gesto de malhumor. Ve con cuidado, me dije, como si fuera a cruzar un río con cocodrilos por un puente en mal estado.

-Buenas tardes. Quería pedir una cita con el oftalmólogo para mi madre. Verá, ella tiene una hemorragia...

-¡Déme la tarjeta de la Seguridad Social!

-Sí, claro, la tarjeta. Mire, ya le digo que es una emergencia. Si fuese posible...

-¿Qué médico la trata?

-La doctora X. Si pudiera verla lo más rápido que...

-¡Nombre de su madre! -esto último lo dijo echándome una mirada que me puso cara de coleóptero. Le di el nombre. Luego le intenté explicar.

-Como le decía, ahora tiene una hemorragia interna en un ojo, y como, por otras razones, está tomando un medicamento que hace la sangre más líquida, lo ha suspendido, pero el cardiólogo nos ha dicho que eso es peligroso para...

-13 de septiembre. No le puedo dar otra cosa.

-¿13 de septiembre? ¡Pero para eso queda un mes y medio!

-Que vaya a urgencias. Si no, ya sabe: el 13 de septiembre.

-Pero no puede estar así tanto tiempo. Mi madre tiene 80 años. Además, es casi seguro que la hemorragia se la han causado las pruebas que le mandó hacerse la doctora X. ¿No hay algún modo...?

-Mire, ése no es mi problema.

-Sí, ya comprendo que si se tratara de su madre o su padre...

-Mi madre o mi padre no esperarían ni un día, porque yo los pondría los primeros de la lista y mientras esté en este puesto abusaré de él lo que pueda y lo que me dé la gana, pero eso no es asunto suyo. ¡El siguiente!

Salí del edificio de la Seguridad Social sintiéndome todo: triste, deprimido, rabioso, humillado... A la mañana siguiente llevé a mi madre a un médico privado. Les cuento esta historia mía porque sé que es la historia de muchas personas avasalladas a diario por pequeños aprendices de déspota, modestos Stalin sin Rusia que convierten la ciudad en un purgatorio, y algunas instituciones públicas, en un cuartel. ¿No podrían la Comunidad y el Ayuntamiento dedicar algunos euros a vigilar y educar a ciertos funcionarios, que además de abusar de su poder desprestigian el trabajo eficaz y amable de otros? No estaría mal una campaña que dijera, por ejemplo: 'No seas un lobo, los clientes no son ganado'. Si les gusta, se la doy gratis.

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