El 'blues' del 'broker'
Tengo amistad con un fiel medidor humano que indirectamente me advierte siempre de cómo va la Bolsa. Cuando la cosa se pone fea, mi amigo desaparece sin avisar, y no le veo en unos días. Se suprime la cervecita del lunes, y la del miércoles, y el cubata del jueves. Después, los periódicos me confirman lo que ya sabía por su ausencia: la Bolsa va y se hunde. No es necesario especificar que mi amigo se dedica a temas de Bolsa, dicho de otro modo, que es broker. Y desde que le conozco sé que si Repsol baja, es el momento de la abstinencia y el estoicismo, por muy triste que resulte. Cuando baja dos enteros, son dos cervezas menos. Y si la cosa se desploma, eso puede derivar irremisiblemente en el botellín de agua. Ciertamente, nuestro consumo está directamente relacionado con el Ibex y el Dow Jones.
Una vez mi amigo me explicó que se podría erradicar el hambre del mundo. Habría alimentos más que de sobra para la población mundial. Claro, eso ya lo sabemos todos, dije yo, pero, entonces, ¿por qué no lo hacen? Por un montón de intereses, dijo él, por aquellos intereses con los que él jugaba en la Bolsa, pensó tal vez, mientras dirigía su mirada a través de la cristalera del bar hacia ninguna parte.
Mi amigo solía recordar, en ese mismo bar, sus épocas de Holanda, aquellos tiempos de estudiante, cuando tocaba blues en su guitarra acústica, cuando iba de un lado a otro siempre en bicicleta, cuando se pasaba una noche en vela leyendo a Kafka, o a Freud. Aquellos tiempos de sexo, drogas y rock and roll en los que vivió en el filo de la navaja, o aquellos otros episodios londinenses en los que regresaba a su barrio en una combinación muy británica de autobuses de madrugada, y, después de haber alternado toda la noche en los clubes, se cambiaba de ropa -otros pantalones igual de rotos- y volvía a salir a tomar un té caliente con los rastafaris que adoraban a Bob Marley y evocaban Etiopía con el fuego y el humo. Lo cierto es que sus recuerdos se convirtieron también en los míos, y a veces pensé que yo también había estado allí, y que incluso uno de esos rastas de pelo enmarañado era yo, tal vez por un proceso de intertextualización de memorias que se puede producir entre dos contertulios a lo largo de una charla.
Añoranza es lo que veo ahora en la mirada de mi amigo, vestido de traje, lo que se dice como un pincel; añoranza mientras su mirada atraviesa la cristalera del bar y se va a Holanda, o a Londres, y coge el metro de la memoria, que le mete en el túnel del tiempo, y retrocede unos cuantos años, o tal vez millones de años, o tal vez millones de ideas, hasta la frontera del infinito. Él, que ya desde pequeño tocaba la bandurria, que hubiera querido vivir de la música, cuya máxima ilusión hubiera sido montar un grupo de rock, y tal vez morir plácidamente en la gloria de una sobredosis, él me explicaba que el sistema económico fallaba, y que el FMI arruinaba países, y, no obstante, el acompañamiento de guitarra de blues que había tocado con el viejo disco de vinilo de Muddy Waters no había estado mal, le había cogido el punto.
Ahora hace más de una semana que echo de menos a mi amigo, y no puedo sino deducir que la Bolsa no va bien. No sé si sonarán los punteos de una guitarra acústica en el salón de su casa, mientras Muddy Waters escupe algodón por la boca, o si, muy por el contrario, mi amigo no aparece porque ha dejado su trabajo, se ha puesto unos pantalones rotos, y se ha ido a Holanda en bicicleta, o a Londres a visitar a los rastafaris. La verdad es que no le culparía por ello. Yo también volvería a esos tiempos en los que era rasta, y evocaba Etiopía con humo y fuego. Yo también volvería a esos tiempos holandeses en los que pedaleaba a ritmo de blues, aquellos amaneceres que me sorprendían leyendo a Kafka, o a Freud. Yo también acabaría con el sistema económico y con el FMI. Pero es que ya me cuesta bastante trabajo llegar a final de mes. Aunque eso sí, lo de la guitarra se me da fenomenal.
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