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Columna
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El interior

El entorno natural es importante, pero ¿qué pasa con el cuarto de estar? En 1963, Rachel Carson publicó su libro, luego casi bíblico, The silent sprint, y desde ese momento se dio por iniciada la conciencia del medio ambiente. Nunca antes ni después de aquella fecha un movimiento social ha alcanzado tanta audiencia y acatamiento en proporción al intervalo de su desarrollo. ¿Y el interior? Las escuelas enseñan a los niños la reverencia al entorno natural haciéndoles entender que su vida moral y física depende de ello, pero pocos o nadie se ocupa de alertar a los alumnos sobre las amenazas de un interiorismo que puede reducir más directamente su amor a la vida. Desde las cafeterías de colores naranja hasta los comercios que se iluminan como quirófanos, los arquitectos, los interioristas, los decoradores han colmado nuestro país -y otros países- de crueldades que corroen silenciosamente el bienestar y arrancan pedazos de fe en el destino. Hospitales que los diseñan como largos túneles hacia el tanatorio, iglesias modernas como almacenes de productos químicos, redacciones de periódicos transformadas en clínicas psiquiátricas.

En una numerosa colección de libros aparecidos estos años sobre la llamada 'economía de la experiencia', se aportan ejemplos de la importancia de la escena en que dormimos o hacemos compras. No es lo mismo adquirir una fruta en un mercado de abastos que en un hipermercado o en un 24 horas que en una frutería tradicional, pero tampoco es igual comprarse un bolso en un deli que en el Prada de Rem Koolhaas. El medio mediatiza y actúa sobre el valor. Si el entorno exterior se introduce en los productos, el interior todavía más. No es lo mismo comer en un restaurante funcionalizado que en un espacio donde se ha desplegado el placer de comer. No es lo mismo conducir en el interior de un coche tapizado discretamente que en uno de los nuevos modelos preparados para escuchar bacalao.

Pocos en este mundo pueden ser insensibles a esta evidencia, pero pocos, inexplicablemente, se ocupan de ello. Así se han inaugurado barras de copas ante las que era imposible estar sentado, lavabos donde estaba excluida la intimidad, dormitorios donde era arduo conciliar el sueño y estudios en los que se hacía una tarea añadida lograr un mínimo grado de concentración. También en la corriente minimalista de los últimos tiempos se ha asociado el triunfo de un diseño con su grado de frialdad. Lo gélido era lo cool. Las calidades de desnudez, invisibilidad, intangibilidad o grado cero se han asimilado a la máxima actualidad sin importar sus efectos y desafectos.

Hace unos días se concedió sin embargo en Barcelona el Premio Saloni para interiorismo, que es pionero en galardonar esta hermosa actividad. A muchos hoteles no regresamos no porque fueran malos, sino porque eran tristes. No volvimos a esa peluquería no por razón de que fuera incompetente, sino estrambótica. Los hoteles Paramount de Philip Stark no se visitan por que sean confortables, sino porque tienen estilo. El estilo en el interiorismo es como el alma de las personas. Un plus de atracción que, siendo complicado de enunciar, es sencillo de sentir.

Hay arquitectos espectaculares en su exterioridad. Hay Calatravas que atraen a caravanas de autobuses cargados con muchachos, muchachas y profesores de instituto porque su exterioridad recuerda el mundo espectáculo de Rachel Carson. Un mundo ecológico con esqueletos de ballenas, gaviotas bilbaínas o grandes pájaros que mueven las alas como en Milwaukee. Calatrava, como otros más, es un arquitecto para contemplar sus obras desde afuera, no para entrar en ellas. Los pájaros de Calatrava, como los peces de Ghery, son incómodos de habitar. En estos años, sin embargo, la arquitectura de exterior vende bien en los medios, mientras el interiorismo real permanece oculto tras el relumbre del titanio, el plástico o el acero. Un interior donde, de no remediarse, pereceremos como ratas de laboratorio para triviales experimentos de moda o como ratas sin más.

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