Consecuencias del 20-J
Las centrales convocantes de la huelga general del 20-J han decidido canalizar hacia los grupos parlamentarios las modificaciones que consideran imprescindibles en el decreto sobre prestaciones de desempleo que ahora se tramitará como proyecto de ley. Es una decisión realista que evita el error de contraponer la legitimidad de la huelga a la del Parlamento. Ocurrió otras veces en que la relativa debilidad de la oposición frente a un Gobierno con mayoría absoluta otorgó un protagonismo especial a los sindicatos. Pero no se puede comparar la situación actual con la de la huelga de 1988, en la que el Gobierno socialista retiró sin más la ley de empleo juvenil que la había provocado.
Entonces era un pleito de familia: entre el partido socialista y su sindicato hermano, y entre un Gobierno de izquierda y sus bases sociales. Ahora el conflicto se sitúa claramente en el eje izquierda-derecha. No es verosímil que el Gobierno retire el proyecto, ni probable un acuerdo con la oposición. Más realista es suponer que el Gobierno acepte enmiendas de sus partidos aliados, CiU y Coalición Canaria, por una parte, e intente, por otra, reanudar el diálogo con los sindicatos en torno a las otras reformas laborales pendientes, como la ley del empleo.
De momento, CiU ya ha propuesto una serie de enmiendas sobre los plazos para aceptar la oferta de empleo que el Inem considere 'adecuada' y en relación a la supresión de los salarios de tramitación en los despidos improcedentes. El Gobierno ha ido demasiado lejos en su identificación con el decreto y la descalificación de la huelga. Al considerarla un fracaso sin paliativos, tras haber dicho que se trataba de un partido sin empate posible, el Gobierno se ha cortado la retirada, por más que el ministro de Trabajo hablara ayer, en la sesión de control, de la posibilidad de acuerdos parlamentarios.
Pero además, las actitudes mantenidas ante la huelga han envenenado la relación del Gobierno con su principal aliado, CiU, abriendo una dinámica de imprevisible desenlace. El Ejecutivo ya valoró erróneamente el apoyo algo reticente del nacionalismo catalán a la Ley de Partidos, considerándolo prescindible, y ahora puede estar cometiendo el mismo desliz. A no ser que quiera provocar, retirándole su apoyo en el Parlamento catalán, el adelanto de las elecciones autonómicas para distanciar de las generales de 2004 una eventual victoria de Maragall en Cataluña. La huelga que nunca existió, según el Gobierno, está teniendo insospechados efectos.
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